Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Niños

28 de julio 2025 - 02:14

No sé si es a causa de lo que hace la vida, debido a lo que deja Dios de hacer, o por lo que es capaz de llegar a hacer el hombre, pero lo cierto es que sucede lo que nunca debiera suceder.

Los niños son como los moldes en los que se van formando los adultos que acabarán por ser. Creo que así es como lo entendió la naturaleza, si me permiten la osadía de aventurar teoría sobre tan complejo asunto. Sin embargo, en algún momento, o en varios, del proceso de transformación, ésta sufre un cambio radical, una alteración estructural -cuando conozcamos los motivos por los que así ocurre, habremos salvado a nuestra estirpe- que convierte en metamorfosis lo que sólo era evolución. El resultado es el mundo en el que vivimos, que es con el que nos hemos querido castigar.

La infancia es el tiempo en el que el hombre aún no es. El hombre se deshace cuando deja de ser niño. Los hombres, que ya son, tal vez cegados por el desespero de su condición, no salvan al niño que fueron. Enfangados en la vileza que los determina, parecen afanarse en perpetuar la infamia que con ellos, cuando fueron niños, otros hombres cometieron. No saben enmendar la miseria que padecieron. Como si de mezquina venganza se tratase, condenan al niño en, no con, su infancia, no luchan por salvarlo manteniéndolo a resguardo en ella, consienten en el siniestro devenir que, como a ellos aconteció, espera al niño que será el hombre que no debió llegar a ser.

Culpar a la vida del mal que castiga al niño, es buscar la inútil excusa para tratar de acallar los deshilachados restos de conciencia que claman contra una mezquindad intolerable. Preguntar a Dios la razón por la que consiente que el niño sufra, es enmascarar lo que de responsables nosotros tenemos. Atemperar, alterar o disfrazar el incontestable protagonismo del funesto papel que representamos en la inmisericorde tragedia que obligamos a representar a inocentes actores, reclutados para un escenario muy diferente al que les forzamos a subir, implica perpetuar la infausta mentira con la que nos seguimos engañando. No hay felicidad posible en un futuro en el que no habiten niños que sólo sean niños. Descomponer su infancia en la podredumbre que conocemos por vida, supone matar al niño, impedir que lo siga siendo conlleva la imposibilidad de salvarnos, de salvar al niño y al hombre que terminará por ser.

Sacamos a empellones al niño de su infancia, lo empujamos a una adolescencia prematura, lo arrojamos a una juventud temprana: ¿qué madurez, sino la más aciaga, puede esperar a quien así consume las etapas de un crecer menguante?

No hay futuro para un mañana en el que el niño haya de abdicar su infancia. El mañana, en el que todos queremos creer, pues en él confiamos en ser lo felices que hoy soñamos ser, ha de estar poblado de niños felices, que ríen por ser los niños que son, que no se preocupan en ser los adultos que aún no son.

Si algún sentido -el que más importa, pues el segundo sería avanzar en el conocimiento para huir de la ignorancia- le encontramos a ser las personas que somos, sería cuidar de que los niños no sufran. Hay males que nos superan, lo sé, son parte de la absurda injusticia que limita, hasta la desesperación, nuestra circunstancia de humanos vulnerables, caducos, frágiles y limitados, pero hay otros muchos males, crueles, hasta lo infinito, oscuros, degenerados y perversos, que nada tienen que ver con lo que nos es inaccesible, inalcanzable o ininteligible, con lo que, por incapaces y efímeros, nos supera: son los que

nacen de putrefacta excrecencia de la condición humana. Y estos, si se pueden impedir, sí los podemos evitar.

No es difícil comprender, si se intenta, que en el niño está presente todo lo que de bueno y noble hay en la condición humana. Si en lugar de preservarlo, potenciarlo y cuidarlo, como el oro en paño que es, lo descuidamos, acallamos y destruimos, el destino que estaremos labrando no puede ser muy diferente de este que tenemos, en el que nos ahogamos.

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