Dejó suavemente de mecer la cuna. Parecía definitivamente dormida. El cuarto estaba cálido. Le echó una última ojeada mientras salía. Todo el orden. O todo en caos. Porque no podía quitarse de la cabeza una imagen que había visto por televisión. En Turquía, en uno de esos edificios a medio tumbar, una cuna infantil resistía casi en el aire. Y esa imagen se superponía a la de su hija, apaciblemente dormida en una habitación cálida y aparentemente segura.

Fue a la cocina y abrazó a su pareja por detrás. Olía bien. Otro de sus hijos terminaba las tareas del colegio sobre la mesa, con restos de la cena. Estaba vestido y alimentado. Le resultaba curioso que hoy, precisamente hoy, se fijara en eso. Las cosas que funcionan no suelen llamar nuestra atención, pensaba. Cuando todo está en orden nadie quiere invocar el caos.

Pero hoy, pese a la calma de su casa, de su familia, de su ciudad, hoy no podía dejar de pensar en el caos, en ese caos que presiente, que escucha. Sabe que la sostenibilidad del planeta está en cuestión. Cambio climático, extinción de especies, mil cosas que van pasando por debajo de la superficie de la actualidad. Sabe también que la polarización política es sólo el fruto de otra más grave y más real: la polarización social: pocos viviendo con todo y el resto viviendo de migajas.

Su cabeza vuelve a Turquía mientras sus manos preparan la mesa para cenar. Ha visto como sacaban, muy de vez en cuando, a personas vivas de entre los escombros. Y no ha visto, porque no lo han mostrado, que entre esos excepcionales rescates, lo que esas gentes han sacado han sido, básicamente, cadáveres. Miles y miles. Pero el ser humano es capaz de colocar sus esperanzas en esos pocos rescates, y obviar los cadáveres. Se centra en la vida. Y supera la muerte.

Cuando terminó de cenar recogió la mesa y volvió a su ordenador. Necesitaba explicar de alguna manera todo aquello que le rebotaba en la cabeza, todo ese caos y ese orden, la apacible calidez del dormitorio de su hija y el maldito caos que sobrevolaba la historia y que lo estaba impregnando todo. Necesitaba encontrar un relato, una invitación convincente a su público, pero sobre todo a sí mismo. Si pretendía seguir escarbando entre los escombros no tenía más remedio que tatuarse la esperanza en las manos.

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