HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

El peligro de la melancolía

04 de septiembre 2008 - 01:00

EN otro día escribí que en los monasterios medievales, incluso en los renacentistas, se creía que la melancolía era un estado insano inspirado por el Demonio para que los monjes abandonaran sus oraciones y trabajos, sus obligaciones para con el monasterio, sus compañeros de religión y la atención a los peregrinos. La idea no es gratuita. Lo pensaban Beda el Venerable y santa Teresa, distantes en el tiempo y conocedores de lo que hoy llamamos estados depresivos. La depresión es asunto más grave. Los estados depresivos no suelen durar mucho y se asocian, entre otras causas, a los cambios de estación; pero no deben descuidarse porque de un estado natural se pasa a otro enfermizo casi sin sentir, es cuestión de entregarse a pensamientos sombríos, que siempre los hay. La vida es una especie de peregrinación, llena de acechanzas y riesgos, con momentos de descanso en lugar deleitoso, que algunos llaman felicidad.

No se nos ocurra huir de la melancolía porque sería como huir de la sombra. Peor aún: de la sombra nos libramos buscando una sombra mayor; la melancolía va a nuestro mismo paso y al mismo destino y tiene iguales puertas francas que nosotros. Podemos cerrarle una puerta, pero entrará por otra o por una ventana. No es mala, si le hacemos el caso que se merece y ni un punto más: ayuda a ver con distancia, a analizar las cosas complicadas, se puede escribir, pensar, hablar con reposo, porque el excesivo entusiasmo puede estropear una conversación, lo mismo que el excesivo ingenio empaña la inteligencia. La melancolía es una muerte pequeña. He contado en estos escritos la triste historia del hombre que huía de la muerte y llegó a un lugar remotísimo, después de recorrer el mundo, y se acercó a una pobre choza en medio de un desierto helado, entró en ella para resguardarse y encontró a una mujer muy anciana junto al fuego: "Hijo mío, cuánto tiempo llevo esperándote".

Huir de la melancolía es correr delante de un perro que muerde, nos alcanzará seguro y luego tardaremos mucho tiempo en restañar las cicatrices. Es caprichosa, pero no arbitraria; vuelve y se va no como huéspeda, sino como quien sabe que viene a su casa y hará según le acomode. Todo esto que digo debe ser muy tenido en cuenta porque septiembre es mes traicionero, agradable, suave, templado; pero traicionero para el alma y para el cuerpo. Para el alma, porque se vuelve a la monotonía y cuesta acostumbrarse; para el cuerpo, porque trae humedades desusadas, frescos tempranos, tormentas descomedidas y veranillos engañosos. Igual que agosto fue el ocio y la despreocupación, septiembre es el trajín constante, y, al final, los campos se quedan solos, los pámpanos toman el color ocre que precede a la muerte, y el aire, ya fresco al sol poniente, nos advierte del peligro de la melancolía.

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