La tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

La pérdida de la infancia

25 de mayo 2009 - 01:00

AL comienzo de su carrera, Joaquín Sabina escribió una canción dedicada a Madrid. En ella, entre otras cosas, afirmaba que las niñas ya no quieren ser princesas. Aludía metafóricamente el cantautor al desvanecimiento de la ilusión y la inocencia que se había producido entre los más jóvenes. La observación era, sin duda, atinada. Al margen de los vaivenes políticos de superficie, existen movimientos de fondo, cambios sociales y de sensibilidad de mucho calado, más duraderos en el tiempo, que pasan con frecuencia desapercibidos de las personas. Uno de ellos es la pérdida de la infancia. Y no nos referimos aquí a la que inexorablemente se produce con el paso de los años en cada uno de nosotros.

La pérdida de la infancia es también sinónimo de disolución de la inocencia, curiosidad y capacidad de asombro, que junto a otros caracteres, han sido propios de ese periodo inicial, variable en su duración, de la vida humana. En efecto, basta una atenta mirada a nuestro alrededor, para percatarse de que tanto en las formas de expresión verbal o física, temas de conversación, entretenimientos y, sobre todo, maneras de pensar, se ha producido una importante mutación entre nuestros niños y adolescentes.

Las diferentes culturas tuvieron por lo general sumo respeto a la secuencia de los ciclos naturales en sus dos ámbitos fundamentales: el cósmico y el personal. Del primero son conocidas sus precauciones para preservar el medio ambiente, antes de que surgiese la ecología como ciencia. Con respecto al segundo, el que aquí más nos interesa, nuestros antepasados sabían de la correlación existente entre los contenidos del aprendizaje y la edad del sujeto. No se guardaba por escrito, pero se sabía por costumbre.

La extensión de las enseñanzas infantil y secundaria en el siglo XX tuvo igualmente en cuenta este vínculo a través de la diferenciación de los métodos pedagógicos y de la graduación de los conocimientos. Sin embargo, no pudo preverse la aparición de nuevos elementos, aunque, al cabo, se intentase el acuerdo con ellos. Me refiero, sobre todo, a los medios de comunicación de masas.

Con la llegada del cine y la difusión de la imagen, los responsables encargados de velar por la salud de sus conciudadanos aún pudieron ejercer un control sobre sus virtuales consumidores, haciendo depender la entrada a la película, no siempre con acierto, de los contenidos de la misma y de la edad del espectador. Los de mi generación todavía recordamos la coletilla del "para mayores de 16 ó de 18 años", que tanto disgusto nos daba, cuando pretendíamos acceder a un film de mayores.

Pero este control fue cediendo con el paso de los años, y no sólo por el propio cambio social, sino por la falta de criterios morales comunes y la fuerza y sofisticación de los medios de comunicación.

La televisión, más tarde internet, los dos elementos estrella de nuestro tiempo, han ido mucho más lejos que el cine, suministrando, en el centro mismo del hogar, imágenes y contenidos de laxos criterios morales, incluso contradictorios, de manera indiscriminada. Al margen de las indudables potencialidades formativas de los medios, la realidad pasa por un bombardeo de varias horas diarias, que apenas si depara en las diferentes necesidades naturales y capacidades que corresponden a cada franja de edad, a cada etapa de la vida. Y esto, pese a que los psicólogos aconsejan reiteradamente ver la televisión con los niños, discutir con ellos los contenidos y controlar los horarios.

En realidad, hacerlo es prácticamente imposible, y el poder de la pequeña pantalla, con su atractivo de colores y sonidos, termina casi siempre imponiéndose. Los padres conscientes de ello o con opción moral propia se ven la mayoría de las veces imposibilitados a ejercer en esto su responsabilidad. A veces, ni ellos mismos tienen claro lo que mejor conviene a sus hijos.

Perdida en general la posibilidad de control por parte de los mayores sobre los más jóvenes, éstos se automodelan o son modelados por los medios, al margen casi siempre de cualquier criterio científico de psicología evolutiva o de maduración biológica. Y, por supuesto, de la debida dosificación del conocimiento, según el período de edad que corresponda. Los resultados cantan: niñas que en lugar de ser princesas, como decía Sabina, quieren ser mujeres antes de tiempo, niños con resabios de adultos y, a veces, de calculada y fría agresividad; adolescentes conocedores de astucias y prácticas impropias de sus años, cuando no faltos de curiosidad y de asombro ante cosas importantes y/o grandiosas. En definitiva, con necesidades ajenas a su edad, que, por ejemplo, les compelen a practicar el sexo cuando, por falta lógica de madurez, debieran dedicarse a actividades más inocentes y de menos responsabilidad.

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