Ilustración de Juan Ángel González de la Calle. Ilustración de Juan Ángel González de la Calle.

Ilustración de Juan Ángel González de la Calle.

A cuento de la descripción que llevé a cabo hace unas semanas sobre la aportación de los árboles a la pureza del aire que respiramos en Jerez, me di cuenta del enorme privilegio que tenemos los jerezanos por vivir en la ciudad más “olorosa” del mundo, aspirando limpiamente el bálsamo que derraman sus vinos por todas sus calles.

Seguramente, los que aquí vivimos, hemos acostumbrado a nuestro órgano olfativo a oler tan ricos aromas a cada instante y no caemos en la cuenta de ese aire delicioso que inunda todo nuestro derredor, pero a nuestros visitantes, a la gente de afuera que viene a conocer la ciudad, sí que les llama poderosamente la atención esa extraña fragancia y exclaman con frecuencia: !Pero, bueno, qué bien huele en esta ciudad!

Las personas que tienen la fortuna de trabajar a diario en una bodega son doblemente agraciados, hasta el punto de que les puede ocurrir que ese olor penetrante de sus vinos llegue a formar parte hasta de sus propios cuerpos, que ese perfume tan singular llegue a impregnar sus cabellos de por vida o que, cómo me ocurrió a mí, se apodere incluso de sus ropas y que unos días les huela a un amontillado viejo y otros a un insuperable Pedro Ximénez, con sus tonos acafetados, a fruta escarchada o a caramelos de toffe.

Lo que ocurre es que, en el transcurrir de los días, es fácil que todos nos acomodemos a esa delicadeza fragancia que nos rodea, como ocurre también con esos glamurosos perfumes y “eau de cologne” franceses, que suelen producir un halo, una aureola de elegancia sobre las damas que los emplean y que aunque aturden al principio, más tarde se diluyen y se convierten en una atracción verdaderamente irresistible.

Mi padre, que era triplemente afortunado porque pasaba jornadas enteras sin salir del “cuarto de muestras” de su coqueta bodega, solía decirme que su lugar de trabajo era en realidad: “Cómo un taller del buen gusto, como el estudio de un artista y que allí olía mejor que en el laboratorio del mismísimo Christian Dior, o en la impecable perfumería que posee Giorgio Armani, en Milán”.

Disfrutemos de ese perfume impecable que gozamos en Jerez, apreciemos esa esencia prodigiosa y caigamos cada vez que podamos, pero sí una y otra vez, en la atracción irreprimible de probar esos vinos que huelen tan increíblemente bien.

El vino de Jerez es el perfume absoluto, el aroma que lo embriaga todo.

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