Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Zamiatin
HE esperado unos días antes de hacer un comentario sobre el caso que asombra a Europa: el del padre que secuestra a su hija durante 24 años en un sótano de la casa familiar, perfectamente acondicionado contra ruidos y evasiones, tiene hijos con ella y, al cabo, se descubre todo por la enfermedad grave de uno de los encerrados. La civilizada Europa está atónita, cuando debería saber que los refinamientos de la perversidad se dan en sociedades muy civilizadas. En las primitivas, por lo que nos cuentan los antropólogos, se dan la brutalidad y la crueldad en altos grados, pero no el mal por el mal, porque la perversidad es hacer el mal a sabiendas desde una amoralidad bien argumentada por una persona cuerda. Llamar loco al tristemente célebre austriaco es la defensa a la que nos agarramos ante el miedo. Si él ha podido llevar hasta ahora esa doble vida, ¿cuántos sótanos quedan en Europa con habitantes forzados?
Los locos hacen cosas de locos; los tontos, de tontos; y los perversos, de perversos. Sabemos distinguirlos en el cine. Una película que nos contara la pesadilla de Austria nos hubiera parecido fruto morboso de un mal guionista, de guión con flecos. ¿Nadie sabe, nadie sospecha, nadie puede hacer nada en una casa donde viven 15 personas? ¿La vida ha transcurrido en un ambiente de familia normal? Es difícil de creer. He leído artículos de psicólogos y psiquiatras sobre este asunto insólito con una mezcla de pesadumbre y repugnancia, no de atractivo morboso, que tiene sus cauces aparte. Hemos visto películas claustrofóbicas de secuestrados. En El coleccionista los intentos de fuga se suceden, y en Las solteronas perversas el secuestrado consigue escapar cuando ya ha enloquecido. Son historias con mal desenlace. Los sucesos de Amstetten pertenecen a la realidad del mal con desenlace vulgar para el cine.
Una vez, hace mucho tiempo, me dijeron, por haber inspirado una pasión malsana: "Si de mí dependiera, te encerraba en un castillo con guardas para que nadie tuviera acceso a ti". Me lo tomé como un elogio: un castillo con guardas, una cárcel de oro, más de lo que podía aspirar entonces. Pero había un deseo oculto del mal en la mente de quien me lo dijo. Del mal como salida a pensamientos y deseos escondidos que la sociedad nunca iba a aceptar: las personas como bibelots, como objetos de colección. Los perversos que llevan a la práctica sus fantasías no saben volver, no pueden, quizá, volver. El amor posesivo es el argumento de la perversión. Ante el hermano muerto, las solteronas perversas de la película lloran sobre el cadáver porque "ya nunca sabrá que lo hicimos por su bien". El llamado "monstruo de Amstetten" no creo que tenga conciencia de haberse portado mal con su doble familia. Su amoralidad civilizada se lo ha permitido.
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