HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

Los pigmeos

24 de noviembre 2008 - 01:00

SON pobres, feos (según el canon de belleza occidental e incluso africano), no forman una nación sino un pueblo desperdigado y perseguido que se asienta donde puede. No tienen tierras, ni identidad definida, ni están unidos por lazos de lengua o religión, sino que allá donde han ido han terminado por adoptar la lengua del país, la religión y las costumbres. Son bajitos y delgados y por eso quizá hayan sobrevivido. Viven repartidos entre una decena de Estados, algunos en guerra interminable desde la independencia, como el Congo, y los usan como bestias de carga de material de guerra, con mucho peso y poca comida y, cuando desfallecen, los matan. En los lugares donde viven tranquilos se dedican a la caza y a una agricultura primitiva y se resisten a aceptar modernidades, lo que despierta la agresividad de otras etnias negras. Los pigmeos son tan débiles que no podemos sino ponernos de su parte.

Si alguna vez consiguieran un territorio independiente con jefes e instituciones algo más abstractas que los vínculos tribales y de parentesco, seguramente serían igual de violentos que sus vecinos con otros pigmeos con los que ya no se entienden porque han adoptado religiones y lenguas distintas. Es un pueblo destruido que no tiene posibilidades de reconstruirse sino fragmentado y después de que pase mucho tiempo. Los misioneros cristianos hacen lo que pueden con grupos reducidos y los organismos internacionales parecen no hacer nada, bastante tienen con la guerra. Hay, además, una leyenda en África que dice que violar a una pigmea quita el sida, y los antropófagos, que todavía quedan, aprecian mucho la carne de pigmeo porque es densa y magra. Las matanzas de pigmeos en las guerras, cuando ya no sirven como porteadores, se hacen a palos para no gastar munición y obtener carne fresca y ya apaleada.

Los que vivimos en Occidente nos hemos creído por soberbia que la raza humana ya no es la misma de hace 20.000 años, cuando las tribus se exterminaban para eliminar competidores de la comida, que hemos cambiado mucho para mejor, como si hubiéramos experimentado mutaciones decisivas. Seguimos siendo unos bichos en cuanto se nos dan las circunstancias para serlos, unos tiranosaurios más pequeños y mucho más inteligentes. La especie más peligrosa del planeta. Quedan almas benditas que todavía crean asociaciones para ayudar a los exterminables del mundo y predican la paz y la hermandad como solución. Los miro con simpatía pero sin fe en ellos. Hemos tenido suerte con nacer en Europa y no en una choza de una aldea pigmea de África, y tenemos la vaga esperanza de que un día venturoso ascenderemos a la superior categoría de espíritus puros y pasaremos a formar parte de la jerarquía angélica, contra la que nuestros congéneres no tienen poder.

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