QUE los padres se desviven por sus hijos es algo fuera de controversia: cuando son chicos viven echados en oración, vigilándoles la fiebre o la tos, quitándose el pan de la boca para dárselo a ellos; cuando son mayores tragan todo lo que haya que tragar por la mala cabeza de los zagales, y así siempre, porque el ser padre nunca acaba.
Pero hay veces en que son los hijos los que tienen que tragarse los marrones paternos, y algo así es lo que le ha ocurrido al Príncipe Felipe en la final de Copa del otro día. España es un país estupefaciente y se da el caso de que dos aficiones, la del Barça y la del Athletic, que no pueden ver al Rey ni en pintura, se disputan la Copa del Rey. Y lo hacen en Madrid, para más inri, central de lo que ellos entienden como esa España robadora de esencias. Con todos estos antecedentes, la pitada al himno y los desaires al Príncipe estaba cantada.
He sido siempre juancarlista. Me parecía que Juan Carlos era un buen Rey. Ahora ya no. Ha envejecido mal, es inestable y su cadera rota es una metáfora de lo que puede pasarle a la institución si no abdica en favor de su hijo. Su descrédito -engañó a los españoles diciéndoles que no dormía pensando en los parados; está metido hasta las cejas de oro en los tejemanejes de su yerno- ya no puede más que empeorar y por tanto debe dejar sitio a su hijo, un hombre hasta ahora inmaculado.
España, mañana, puede levantarse republicana y eso lo sabe el Rey. Por eso no se entiende su obstinación en morir -ojalá sea tarde- con la corona puesta. Dándole paso a su hijo se empezaría de cero. No basta con mandarlo al 'Vicente Calderón' para aguantar las iras eusko-catalanas. Tiene que dar un paso atrás, con muleta incluida, y dejar que su hijo prestigie la institución. De no hacerlo pronto, la Historia puede entrar como un elefante en una chatarrería y aplastarle la corona con la trompa. Y al final pido perdón por nombrar al paquidermo en la casa del Borbón.
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