Jerez íntimo
Marco Antonio Velo
Jerez, 1979: Choquet, Esteban Viaña, Manolo Benítez, Falconetti y Nadiuska
DESDE hace más de una década se viene hablando del problema de productividad que tiene España, y de la necesidad de reformas estructurales para su mejora. Pero ¿qué se entiende por productividad? En general, se entiende como la cantidad de producción que se es capaz de generar con una unidad de factor productivo. Así, el PIB per cápita es el resultado de dos ratios: el porcentaje de la población que está ocupada y lo que es capaz de producir cada uno de los ocupados.
La evolución de la productividad permite observar el comportamiento en el crecimiento de la renta de un país. Los datos aportados por uno de los últimos estudios publicados por Funcas el pasado mes de mayo muestran cómo la productividad media por trabajador equivale actualmente en España a 46.630 euros por persona ocupada; cifra por debajo de las economías líderes, ya que representa sólo el 94% del nivel promedio de productividad de la UE-15 y sólo el 73% de la productividad promedio por trabajador de Estados Unidos. Por otro lado, desde 2008, la mejora en productividad media laboral que se ha obtenido en España no responde a mejoras ligadas a los factores que impulsan la eficiencia, sino que obedecen a la destrucción de empleo. El cálculo de este tipo de productividad encierra una aporía interna, en el sentido que altos ratios de ocupación suelen ralentizar el crecimiento por trabajador, dado que hay menos capital disponible por unidad de fuerza de trabajo, y a su vez descubre que una tasa de desempleo estructural suele ser benigna para ofrecer mejoras sostenibles de productividad.
Lo que me interesa exponer es que la productividad del trabajo no depende únicamente del capital que se pone a disposición de los trabajadores, sino que hay factores adicionales que explican la distancia entre España y la media europea, y entre Europa y EEUU. Estos factores adicionales se integran en la denominada Producción Total de los Factores (PTF) compuesta por el nivel tecnológico y la eficiencia en la utilización del resto de factores. Más aún, en la PTF quedan también subsumidos el capital humano y el capital público productivo (las infraestructuras e instituciones que potencian la competitividad como los centros de investigación o las universidades). En la PTF no se trata de calcular la inversión en I+D sino algo con más valor y más difícil de objetivar: su transferencia y desbordamiento, es decir, el retorno de la innovación aplicada a los procesos industriales.
El comportamiento de la PTF en España, al revés que en EEUU, viene siendo decepcionante, con registros negativos desde finales de los noventa. Parece que estemos en un ciclo histórico obstinado en reproducir los errores que llevaron al fracaso de la primera Revolución Industrial en España: ocultar la necesidad de innovación por miedo a no apropiarse de las rentas derivadas, desincentivando el riesgo y perpetuando los modelos de oligopolio.
Robert Solow fue pionero en explicar la tasa de crecimiento económico inexplicable o "residual". Su conclusión fue asociarla con eficiencias surgidas de una nueva tecnología. Pero otra variable fundamental que detectó Solow recae en el volumen de conocimiento disponible y utilizado en la sociedad como factor de éxito para el crecimiento. Este planteamiento me lleva a una premisa fundamental: no se trata simplemente de acumular capital tecnológico o patentes, ni disponer del capital humano mejor preparado, sino de la planificación para dirigir estos recursos a los sectores productivos adecuados y, por encima de todo, saber gestionarlos para extraer el tipo de productividad que genera valor agregado.
Desde 2010, algunos sectores económicos y políticos han articulado una tendencia en la opinión pública para identificar a España como el país de la UE con mayor número de "sobreeducados", concepto donde se hacer converger nuestra baja productividad con un mercado laboral incapaz de generar puestos de trabajo para una población con un alto nivel educativo. Argumentando que una gran parte de estos trabajadores "sobreeducados" terminan por acceder a puestos poco cualificados y sin las habilidades necesarias para desempeñarlos satisfactoriamente. Sería un error que la reacción ante esta interpretación de la realidad pase por recomendar la expatriación de nuestro stock de conocimiento y por filtrar desde ahora la igualdad de oportunidades para alcanzar una educación superior. No obstante, es cierto que varios estudios han demostrado que la productividad no aumenta por el simple hecho de tener a más universitarios ocupados, sino que aumenta por el learning by doin, aunque en promedio es mucho más eficiente contar con alguien con una educación superior que con quien no la tiene.
Esta última consideración nos orienta hacia el reto industrial al que deben enfrentarse la clase política y las instituciones: la transformación cultural, técnica y organizativa tanto de las pymes como de las grandes empresas, sensibilizando a empresarios y trabajadores para aprender a utilizar el capital intelectual y el capital tecnológico con eficacia y creatividad, dirigiendo los recursos a los sectores estratégicos. La revolución industrial europea que está pendiente debe fraguar mediante incentivos públicos para elevar la PTF y revalorizar aquellos factores que mide. Si alguien no sabe cómo llevarlo a cabo que solicite ayuda porque este rescate también lo necesita nuestra economía. Un rescate a través de capitales basados en conocimiento e innovación supondría una auténtica Revolución Cultural.
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