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Tierra de nadie

alberto Núñez Seoane

La ranita verde (I)

en una charca situada en lo más profundo del bosque, vivía una numerosa colonia de ranas. Eran todas muy grandes, marrones o blancuzcas, salpicadas de manchas oscuras que las ayudaban a mimetizarse de sus predadores y bien gordas gracias a la cantidad de insectos que acudían a la charca y les servían de alimento.

Un buen día, todas las ranas mayores se quedaron muy sorprendidas al ver como uno de los pequeños renacuajos que nadaban revoltosos y alegres por las aguas de la charca, tenía un tamaño mucho más pequeño que el resto de sus hermanos y, además, ¡era verde! Ni la rana más vieja de la charca recordaba haber visto jamás ese extraño color en uno de los habitantes de la colonia. Algún viajero de paso, venido desde tierras muy lejanas hace ya mucho, mucho tiempo, le había contado historias sorprendentes sobre un lugar en el que las ranas eran todas verdes, pero ella nunca lo creyó.

Los renacuajos desarrollaron sus patitas, primero dos, luego cuatro, después, fueron reabsorbiendo sus colas y, por fin, un brillante y luminoso día de primavera, todos estrenaron su condición de "ranas mayores". Se repetía el jolgorio y la alegría de todos los años, salvo por un detalle: aquel pequeño renacuajo, distinto a todos los demás, se había transformado en una diminuta ranita, ¡verde! Todos, mayores y peques, la miraba con asombro y, ella, no entendía nada.

Lo que en un principio causó extrañeza, con el paso de los días y en lugar de asumirlo como normal, la naturaleza algo torcida de las ranitas y de sus papas lo fue transformando en motivo de discusión, primero, y de discordia después: ¿Por qué era verde aquella rana? ¿Por qué no era como todas las demás, como nosotros? Eso no podía significar nada bueno… además, ¡tan pequeña…! Seguro que traía mala suerte a la charca, ¡con lo tranquilos que vivíamos aquí!

A la pequeña ranita verde, le fueron haciendo el vacío. Ninguna de sus compañeras quería jugar con ella, rehuían su compañía, la aislaban, no compartían juegos ni meriendas ni excursiones: definitivamente, era un bicho raro -pensaban-, ¡mejor no juntarse con ella! -decidieron-.

La ranita vivía sola. Tuvo que aprender por sí misma lo que a las demás le enseñaban sus mayores; esto la hizo más fuerte.

Se sentía triste, no podía entender el motivo por el que las otras ranitas y las ranas mayores, no querían estar junto a ella. No sabía que era verde, ni sabía que, el verde, según sus compañeras y hermanas, no era el color "normal" de las ranas de aquella charca, ni sabía que, aunque así fuese, ese tuviera que ser un motivo para que la miraran y la tratasen como a una extraña, como a una amenaza; esto la hizo dedicar mucho tiempo del que lo hacían sus hermanas, a pensar, la hizo más sabia.

Las ranitas, siguiendo el ejemplo de las más veteranas, aprendieron a cazar todo tipo de insectos para alimentarse. Libélulas, escarabajos acuáticos, moscas y mosquitos, hacían las delicias de todas, que competían por ver quién cazaba más ejemplares. Mientras, nuestra pequeña ranita verde, se vio obligada a aprender observando lo que hacían sus congéneres, nadie le enseñó nada; esto la hizo más paciente.

En la charca vivía también una vieja culebra de escalera. Llevaba muchos años allí. No le era difícil encontrar alimento, aunque las ranas, uno de sus platos favoritos, se le solían resistir porque eran muy ágiles y, en la mayoría de las ocasiones lograban esquivar sus ataques. Por esta razón, dedicaba su tiempo de caza a buscar pequeños peces, ditiscos, ratones de campo que acudían a beber, o pequeños lagartos y lagartijas que se acercaban a la abundancia de insectos que por allí había.

Un día, después de una calurosa tarde de verano, la culebra salió a cazar para buscarse la cena. Hacía un par de días que no lograba atrapar nada y estaba hambrienta. Deslizándose entre la hojarasca, buscando las zonas más sombrías, se dirigió hacia la charca.

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