Francisco Bejarano

Los santos

Hablando en el desierto

01 de noviembre 2016 - 01:00

HAY quien cree en fantasmas y en extraterrestres y se resiste a creer en los santos. Cuánto más fácil. Los fantasmas dan sustos de muerte, si se cree en ellos, y los extraterrestres no existen. Quizás existan, pero a tantos años luz de nosotros que es como si no existieran. Los santos sin embargo cubren la necesidad de fantasía del hombre de todos los tiempos, incluso del moderno, tan crédulo para otras cosas. Los santos son fantasmas, pues se nos pueden aparecer con todos sus atributos iconográficos para darnos mensajes de paz y advertencias; son extraterrestres, pues viven en el reino no terrestre de los bienaventurados como espíritus puros. Cuando se nos aparecen toman formas comprensibles para el ser humano, pero en la realidad de los justos no deben tener apariencia salvo en caso de necesidad. Son seres benéficos porque ya lo fueron en vida, incluso la dieron por causa de la fe. Por el contrario, los fantasmas son espíritus entrometidos para sembrar discordia y no tienen nada que hacer si hay un santo cerca.

Claro que luego está la jerarquía arcangélica del pseudo Dionisio que viene a complicar un poco las cosas en relación con la población celeste, pero tampoco demasiado. A Dante le sirvió. Para quienes no creen en los santos ni en sus apariciones y poderes taumatúrgicos están los santos legendarios, los que nunca existieron, como santa Hosanna de Jouarre, san Cedonio, san Jorge o el popular san Cristóbal, gigante cinocéfalo y antropófago y luego portador de Cristo; pero basta la fe, lo mismo que en las apariciones profanas, para que tengamos visiones y grandes beneficios de todos ellos. Hay santas que fueron sirenas y santos tritones, con unas leyendas piadosas que para sí quisieran los autores de literatura fantástica. Los amantes de conspiraciones, esoterismos y misterios sin resolver tienen a Cipriano el Mago, luego obispo de Cartago, santo y mártir. Desde niño anduvo por los centros del saber oculto, primero en Delfos, luego fue iniciado en los misterios de Mitra y Deméter y a los quince años recibió lecciones en el Olimpo de siete hierofantes durante cuarenta días. Continuó después por otros lugares de iniciación hasta llegar a Menfis de Egipto, donde aprendió en los templos subterráneos las tácticas de los demonios, que le ayudaron a seducir a una jovencita; y a Caldea, donde descubrió los secretos de la astrología. Pero hete aquí que, admirado por sabio y cuando ya era una leyenda escandalosa, sucumbió a la sencillez del cristianismo, sufrió destierro y martirio y murió dando gracias por la luz divina recibida. Encomiéndense a san Cipriano los dominados por los extravíos de la credulidad: antes vendrá él en su ayuda que un ectoplasma o un alienígena.

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