Cacao Pico
El sentimiento que nos somete
Tierra de nadie
LA naturaleza nos regaló la facultad de “conocer”. Somos, entre los animales todos, los únicos capaces de tener conciencia del mundo en el que vivimos y de nosotros mismos, también.
Hacer uso de esta inteligencia, a la que nos faculta el conocimiento, debiera ser empeño obligado de nuestra especie para alcanzar, acercarnos al menos, a la meta que todos tenemos como objetivo: la felicidad. Dejar de hacerlo, no mostraría otra cosa más que el fracaso de esa inteligencia, desaprovechada, mal empleada, o ignorada -que vendría a ser lo mismo que los dos supuestos primeros- estaría entonces.
Nos injurian o nos calumnian, nos causan daño. Un sentimiento aparece, se acerca, nos cerca y nos somete … o no; en función de que lo permitamos … o no, resultará lo uno o lo otro: hablamos de la ira.
La ira es el deseo de hacer daño, no la facultad de hacerlo (M. Montesdeoca). No sienten ira los animales, no los que no son racionales -es decir: todos menos nosotros-. Circunstancia esta que nos sitúa como protagonistas de una colosal paradoja, otra más: en lugar de hacer buen uso de la razón como herramienta para conseguir el fin al que todo ser humano aspira -y en esto no hay excepción-, léase: la felicidad que nos toca; consentimos que al poseerla -la razón- y por ello ser capaces de sentirla -la ira-, caigamos en el abismo, sin fondo conocido, al que esta última nos arrastra. Cuando, al tenerla -la razón-, debiéramos emplearla para controlarla -la ira- y domeñarla, evitando que sea ella -la ira- la que la anule -a la razón-, haciendo de nosotros meros caballos -sometidos a la espuela y al bocado-, y no jinetes -al mando de riendas y estribos-; anulando lo prudente y enterrando lo sensato; aproximándonos al mal que para quienes nos dañaron buscamos; distanciando el sosiego y rehuyendo la placidez; alejando de nuestra realidad posible lo que a todos importa y a todos mueve: ese retazo de felicidad que, sin duda, a todos corresponde y a todos aguarda.
¿Pero, qué es lo que nos causa ira? Pues alguien, incluso puede ser “algo”: animal, cosa o circunstancia, que nos provoca o causa lo que percibimos como mal, y como reacción a ese daño que sentimos, generamos -porque no es algo que por sí mismo aparezca- una reacción emocional que nos empuja, a veces con severa violencia, a causar daño también a quien consideramos responsable de habérnoslo infligido. Una definición, esta, de lo que la ira es, poco precisa tal vez, pero suficiente para el caso que nos ocupa; una enunciación, esta, que, por otra parte, deja bien a la luz una reata de necias incoherencias, pretendidas compensaciones, mediocres debilidades y estúpidas, por esperadas e imposibles, satisfacciones. Pues si con rigor pensamos, comprobaremos que allá dónde la ira se imponga será porque la razón se esconda.
Ni las cosas ni los animales ni tampoco las circunstancias nos “quieren” lastimar, no pueden hacerlo, no poseen intencionalidad porque carecen de “voluntad”. De modo que si nos sentimos agraviados por cualquier “motivo” cuyo origen esté en alguna de ellas, es evidente que somos nosotros los que, de algún modo, “fabricamos” esa causa. Tomamos conciencia de ese daño percibido al darle vida en la realidad de nuestra consciencia. Si no ha habido intención, no deberíamos enojarnos contra “quien” no ha querido, porque le es imposible, lastimarnos; si lo hacemos, actuamos sin atender a la razón, es decir: nos comportamos como estúpidos; y lo peor: nos hacemos, sin necesidad, más daño a nosotros mismos.
Si la ofensa, injuria o calumnia -de menos a más en la escala de gravedad- vienen de un semejante, puede haber sido realizada con la intención de dañarnos, o no. En este último caso, responsabilizar de algo a quien no ha querido hacerlo, no nos podrá aliviar. Es cierto que nos sentimos mal, cierto que alguien ha actuado de modo -no “para que”- esta situación -dañarnos-se produjese, pero culpando a un “no culpable” -puede que sí responsable, pero no es lo mismo- del desasosiego que nos ocupa, ni vamos a lograr impedirlo, ni tampoco recortarlo. Nos hemos vuelto a olvidar de atender a la razón; seguimos actuando como estúpidos.
Si quien nos ha injuriado ha querido hacerlo y lo ha hecho para lastimarnos, es obvio que es responsable y también culpable de nuestro ofendido estado de ánimo, pero si permitimos que la indignación que nos afecta nos arrastre a la ira, sólo conseguiremos dos cosas, y ninguna de las dos será buena para nosotros. Una: que el “agresor” consiga su objetivo; dos: que nosotros lo pasemos peor, suframos aún más.
Continuaríamos, así, presos de la estupidez. Ahora bien, si recurrimos al uso de la razón, que para eso la tenemos; si tratamos -el solo hecho de intentarlo ya será positivo- de emplearla para procurar que el daño sea lo más leve y lo menos duradero posible, de seguro lo conseguiremos en parte o en mucho, que no será poco. Y el camino por el que nos lleva la razón es el que nos evita caer en la ira. Hacerlo, entregarnos a lo incontrolable de su violencia, es someternos a la esclavitud que inexorablemente la acompaña, y así perder albedrío y potestad sobre disquisiciones, decisiones y actuaciones que puedan resultar útiles a nuestro bienestar.
Al respecto del uso de la razón en contra de la ira, para procurar así obviar la estupidez que de continuo nos amenaza, les regalo tres perlas, entre las muchas que nos dejó, de un viejo y muy sabio paisano, cordobés él. Así nos enseña: “Es indudable que el que desprecia los ataques se coloca más alto que quien los hace: propio es de la verdadera grandeza no sentirse herida”. “El que no se irrita, queda inaccesible a la injuria, el que se irrita se quebranta”. “La ira me perjudicaría más que la injuria. Conozco los límites de la una, pero ignoro hasta dónde me arrastraría la otra” -Lucio Anneo Séneca-.
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