Tiempos de sordoceguera

“Ojos que no ven, corazón que no siente”. Tan hostil e insoportable puede resultar la realidad, que preferiríamos pasar periodos transitorios sin ver, ni oír nada

Los tiempos de sordoceguera recreados por el artista multidisciplinar José Hinojo.
Los tiempos de sordoceguera recreados por el artista multidisciplinar José Hinojo. / © FERNANDO OLIVA

28 de junio 2025 - 06:00

Sabiduría es el poder de convicción irrevocable. Se alcanza, no sólo con la experiencia, los años o el conocimiento, es también fruto de una actitud esencial ante la vida: perseguir sin descanso la verdad y repudiar la ignorancia en todos sus frentes. Ese aprendizaje es fuente inagotable, plena de emociones. A medida que vamos envejeciendo, asumimos con plena certidumbre que el saber no ocupa lugar, valoramos más a quienes nos sorprenden o deslumbran en lo cotidiano, aquellos que despejen dudas y aporten entusiasmo, sin precisar a cambio un valor tangible. Es algo que no tiene que ver exclusivamente con lo científico y sí mucho más con lo existencial. Se trata de un viaje premeditado hacia el interior, repudiando todo ruido externo o aquellas imágenes dañinas que solo provocan desencanto.

A través de sus ‘sagrados’ proverbios, aforismos o sentencias, nuestros mayores son el mejor ejemplo de sabios insustituibles, nunca cejan de darnos lecciones magistrales e inapelables, dejando huella eterna más allá de la memoria. Son un pozo de ilustración que nunca se agota. El tiempo siempre va por detrás de ellos, nunca al revés. Esa es la única forma de actuar que tienen para que el macabro reloj vital no termine de ganarles la partida. Y así, una vez tras otra, sin alardes o falsa modestia, aquellos que por edad podrían estar más cerca del adiós definitivo, nos dejan boquiabiertos con reflexiones desinteresadas de grado superior, insuperables, dogmáticas y a la vez pedagógicas, instructivas, cual consejos imborrables que superan con creces el silencio. Puede que hablen poco, tal vez lo preciso, siempre entrecortados y, en muchos casos, con síntomas de agotamiento, pero aquellos que atesoran por encima de las 7 décadas, suelen ensalzar en sus alusiones, metafóricas y divinas, esa sabiduría privada, siempre clarividente, que nos permite madurar, abandonar la ingenuidad o el desconocimiento. Son como refranes vivientes, de carne y hueso. Para todo tienen una ‘puntilla’, valoración analítica o socorrida explicación en base a experiencias personales o a las del entorno en el que se desenvuelven. No fallan, están en permanente poder de la inexcusable razón, esa misma que previamente les pide permiso para sentar cátedra…

Los desgraciados acontecimientos diarios nos sumen en un atolladero sin salidas.
Los desgraciados acontecimientos diarios nos sumen en un atolladero sin salidas.

Erramos al manifestar “juventud, divino tesoro”. No, ni mucho menos. Es justo al contrario: la vejez es el mapa de todos los tesoros, maná de la sabiduría inagotable, fuente del saber. Hasta los silencios de una persona de avanzada edad dicen mucho, más de lo que imaginamos. Ahí va un ejemplo, que no será (seguro) el último: mi padre, en los años finales de su vida, perdió la visión en uno de sus ojos y veía dificultosamente con el otro. Al principio, lamentaba sus circunstancias, maldecía el infortunio, pero no eran pocas las ocasiones en las que nos dejaba sin palabras al preferir su ceguera parcial “antes que ver tanta desgracia como hay en el mundo”. Con más de ochenta, sufridas e intensas primaveras a sus espaldas, el hombre que me permitió venir al mundo fue perdiendo también el sentido del oído. Imploró entonces al diablo una razón convincente para explicar sus males, pero no obtuvo respuesta. Para remediarlo, adquirimos unos avanzados audífonos, a los que no se adaptó y rechazó usar: “Es mejor no escuchar, no hay nada bueno que oír”, decía.

“Ojos que no ven, corazón que no siente”. Los desgraciados acontecimientos diarios, aquellos que toca vivir directamente, o los que nos salpican en los medios de comunicación, llevan a la extenuación depresiva, al llanto recurrente, sumen en un cruel atolladero sin salidas. No hay margen para el sosiego, ni recesos que permitan un suspiro: a un momento difícil o traumático, le puede seguir otro aún más devastador. Tan hostil e insoportable puede resultar la realidad cotidiana, que desearíamos pasar periodos transitorios de sordoceguera, sin ver, ni oír nada. "Las mejores y más bellas cosas del mundo no pueden verse ni tocarse, deben sentirse con el corazón”, afirmó la escritora americana Helen Keller, que perdió vista y oído a los 19 meses. Lejos del sentido metafórico aplicado aquí a este concepto, la sordoceguera es una disfunción que presenta desafíos específicos en la interacción social y requiere de estrategias educativas adaptadas. Las personas con sordoceguera necesitan de ayudas especiales para comunicarse y desenvolverse en su entorno. Pueden presentarse en diferentes grados, aunque la mayoría de las personas con esta discapacidad poseen algún resto sensorial, al menos en uno de los sentidos. De la población total se estima aproximadamente que entre un 5 % y un 10 % poseen sordoceguera total.

La sabia naturaleza genera de forma espontánea sistemas de inmunidad ante el dolor.
La sabia naturaleza genera de forma espontánea sistemas de inmunidad ante el dolor.

Por muy terrible o injusto que aparentemente parezca, la sabia naturaleza humana genera de forma espontánea un sistema de inmunidad ante ese dolor que nos masacra el alma, a modo de sorderas o pérdidas de visión. Así de duro y paliativo a la vez. Es la única fórmula al uso: el deterioro progresivo de aquellos sentidos que palpan la evidencia del drama ambiental que nos rodea, para que el daño tenga un sedante o remedio que mitigue. Esa solución misericordiosa les llega a aquellos que están en el trámite final de sus vidas, intentando que ésta les sea algo más soportable. Los que aún vemos u oímos, debemos adaptarnos al dolor, superar si podemos los avatares diarios, pues tarde o temprano, nadie queda ajeno al momento en que todo se va silenciando y volviéndose oscuro...

(*) Jesús Benítez, periodista y escritor, fue Editor Jefe del Diario Marca y, durante más de una década, siguió todos los grandes premios del Mundial de Motociclismo. A comienzos de los 90, ejerció varios años como Jefe de Prensa del Circuito de Jerez.

Posdata

Ausencia

Al cerrar los ojos,

la realidad se diluye,

ralentiza el devenir

y enmascara traumas.

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Deteniendo el tiempo,

se minimiza la angustia,

nublando el sentido

que pueda tener la vida.

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No hay silencio

en el alma agotada,

es la ausencia del ser

lo que habla.

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© Jesús Benítez

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