La vida dormida

Hay todo un orden oculto en nuestros días que va dejando un rastro en el que reconocernos

Hace unos meses Daniel Ruiz publicó en Twitter una foto enigmática: un amasijo de manchas grises sobre fondo blanco. Junto a la imagen, Daniel contaba, desvelándonos el misterio, que esas son las huellas que habían ido dejando en el techo de la casa de sus padres los taponazos del champán al descorcharlo en Año Nuevo. A su modo, cada marca condensa las voces, las risas y los llantos, las despedidas y abrazos y promesas de los que un día fuimos. Si no recuerdo mal, él iba a volver a vivir en la que fue muchos años su casa, bajo esas dulces constelaciones.

Todos conservamos esas señales calladas, llenas de sentido, en los hogares en los que crecimos, a los que volvemos, de los que no terminamos de irnos nunca. La casa de mis abuelos en el campo tenía, junto a la puerta de la cocina, una hilera de rayas azules y negras. Indicaban, con una inicial, la altura de todos nosotros, los nietos, en el momento de dibujarla. Sobre el azulejo se extiende la vida. Ver subir esas líneas es vernos subir a nosotros, llegar al destino que nos espera, como la muerte en Samarcanda.

Mis padres ahora hacen lo mismo con su nieto, y a nosotros, que en esto somos ya unos invitados, también nos miden de vez en cuando, por seguir con la tradición. Ahí estamos de nuevo, en esa carrera pausada, viéndonos subir y bajar. La historia, las historias, se repiten. Es en esos ecos materiales en los que podemos pensarnos. Cada marca es igual, y al mismo tiempo distinta. Somos como las plantas que al ser enterradas, con tiempo y sol y agua, vuelven a la vida.

Hay todo un orden oculto en nuestros días que va dejando un rastro en el que reconocernos. Y su azar y su desorden se convierten con el tiempo en un reguero de miguitas de pan que nos lleva de vuelta a casa. También en el arte estudiamos esos senderos que se bifurcan. En Get Back, el reciente documental sobre los Beatles, vemos nacer en las manos de McCartney algunas de las melodías que hoy, de tanto escucharlas, nos parecen inevitables. Y verlo componer desde cero estas canciones resulta fascinante, porque sabemos que todo terminará en el final esperado. Hay también aquí un destino, como lo había, de un modo mucho más azaroso, en los dibujos que el padre de Olafur Eliasson, el artista obsesionado con la luz y el color, pintaba en su barca. Salía al mar, disponía un papel sobre la madera, y en su centro colocaba una bolita embadurnada de tinta que iba trazando, al amor del agua, un dibujo irrepetible. El mapa del movimiento, del mar y las olas y el viento, del silencio. Su fotografía. Marcas en el techo, líneas en la pared, palabras dormidas que despiertan en nuestros sueños. El espejo en el que vernos y entendernos un día.

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