LA TORRE DEL VIGÍA

Juan Manuel / Sainz Peña

El vídeo-cari

GUARDABA mis cañas a la orilla de la playa tras otra tarde en blanco. Fue entonces cuando los vi llegar. Eran tres. Una parejita y un tipo con una trípode y una cámara de vídeo. Ella llevaba un manojo de rosas, y él cara de resignación. Terminé de recoger los aparejos y, como me temía, comenzó la horterada. El hombre que manejaba la cámara daba indicaciones a los tortolitos de cómo se tenían que mirar, dónde tenían que pararse, etcétera, como un avezado director de películas cursis y catetas, homenaje a los caris que pueblan España y que luego exhiben la grabación -menudo coñazo, oigan-, a todo aquel amigo o familiar incauto que se acerca a ver el nuevo hogar de la pareja.

A mí que la peña se gaste seiscientos o setecientos euros (o lo que valga) en una chorrada de tal calibre me trae el pairo, pero yo creo que con el álbum de toda la vida o el vídeo del convite es suficiente. Al menos ahí ves, tiempo más tarde, a tu tío o a tu abuela cuando ya no estén. También recuerdas a todos los que te quisieron acompañar en ese día, pero ahora, parece, es obligada la peliculita de marras, el paseo por la playa para que todos nos enteremos del amor que Pepi y Mariano se profesan. Y todo, a lo peor, con un montaje que incluye a Bisbal o a Bustamante como música de fondo. Tenía, y tengo, un concepto del amor bastante más simple, prosaico, si me apuran. Para demostrar (y recordar) que quieres a alguien basta con un gesto diario, con una llamada, con estar ahí siempre. Es suficiente con decir lo siento. Se demuestra perdonando, entendiendo al otro sin ni siquiera hablar. Ni nuestros abuelos, ni nuestros padres, ni yo mismo, hemos necesitado de fuegos de artificio para demostrar amor. Al fin y al cabo, si las cosas van mal dadas, una película rosa en la playa no va a salvar los muebles ni a cimentar el cariño. El amor, creo, no necesita de video-caris ni de ninguna pamplina de moda salvo, naturalmente, que el personal confunda la vida con una telenovela venezolana.

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