Violetas y babuchas

Begoña García / González-Gordon

La vincapervinca

Después de tanto tratarla no me sabía ni su nombre. Pero era ella, la florecita azul, devolviéndome de pronto todos los senderos de mi infancia.

Viéndola salpicada sobre su tupido lecho de hojas verdes y amargas, me pareció como si recolectara mis paseos por las umbrías de cuando niña y me los fuera derramando en la falda. Mi vagar, sola, mirando al suelo, por tierra muy blanda, por suelo de hierbas, mojándome los zapatos. Paseando mi alma sobre la verdolaga, la vinagreta, el jaramago. Descubriendo a la oruga, la babosa, el caracol, entre las hojas, a los bichitos de luz amontonados bajo la lasca de un tronco. Y el sol colándose entre las altísimas ramas, en haces benignos, sobre la tierra enguachinada.

Ni me sabía su nombre, ni lo había echado de menos. ¿Qué es un nombre para una flor que no es del todo azul ni tampoco morada, que puede ser violeta pero también cielo? Sin embargo, cuando lo escuché pronunciado por la voz rasposa y profunda, a la par que cálida y acariciante, de mi tía, comprendí que el nombre era importante. Y más cuando supe que le viene de la extraordinaria facilidad que tienen sus tallos para echar raíces y extenderse, atándose a la tierra con insistencia y persistencia: vincire pervincire.

Mi tía había metido su dolor en una nube. Y ahora, las dos del brazo, dejaba que aquellas flores azules, de cubresuelo, de semisombra, la consolaran con la dulce tristeza del pasado, derramándonos en el delantal todas las sombras y las umbrías, los caminos y senderos, las tierras mojadas y los rompimientos de gloria del ayer, cuando vivía su padre, mi abuelo, que cuando veía a la nieta con los ojos de aquel azul tan especial, siempre decía: -Esta niña tiene los ojos del color de la vincapervinca.

Cuando salimos a la claridad desde el carril en sombra, el sol calentaba el paño de su abrigo gris. Él no hubiera querido verla de negro. Él era uno de mis primos los pequeños -o yo de las mayores- y la semana pasada se le rompió el corazón (que ya le habían partido previamente). Nada lo presagiaba, murió sin la edad, sin enfermedad, sin previo aviso. Dejando a mi tía con el peor de los dolores posibles, el de haber perdido un hijo.

Él está bien. Creerlo, aunque no mitigue el sufrimiento, consuela. Como hablar de la niña con ojos de vincapervinca, o dejar que el sol te acaricie los hombros derrumbados. El resto lo harán los días, uno por uno. En los que mi tía, que se acuerda de todo, irá repasando, con insistencia y persistencia, todos los recuerdos de su niño. Y guardándolos en su corazón, donde enraizarán y se extenderán por su memoria. Cuando florezcan, seguro que tienen el mismo color de cielo de la vincapervinca.

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