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De confirmarse las informaciones que van apareciendo en estos días ratificaríamos, una vez más, que lo nuestro es más propio de Mortadelo y Filemón que del icónico James Bond de Ian Fleming. Más de tintorro y cubata que de martini “agitado, no revuelto” y de lucir chubasquero de plástico en vez de trinchera de Burberry. Porque llamar “Número Uno” al jefe es tan tonto como poner a “Don José” el nombre en clave de “Don Pepito”. Influencias de la infancia, supongo. Aquí, todo es tosco y chabacano. Dinero en bolsas, reuniones en gasolineras y queridas de saldo. ¿Dónde quedaron los maletines de piel con fajos de billetes ordenados? ¿Y las citas en el Savoy? ¿Y las amantes de quitar el hipo? El ocaso de Occidente se plasma en cada detalle de este triste asunto.
Cuando los británicos vieron la imagen de Christine Keeler en las portadas no pudieron menos que alabarle el gusto al ministro de la Guerra, Mr. John Profumo. La joven tendría un pasado oscuro pero su presente era luminoso. Una mujer de serena belleza y exquisito gusto. Otra cosa es que se enfadaran cuando se descubrió que compartía lecho con el ministro y también con el capitán Ivanov, agregado naval soviético en sus ratos libres y espía a tiempo completo. El premier McMillan apoyó públicamente a su ministro tras asegurarle este que todo era un bulo. Pero como la mentira es de corta vida y lengua larga, la prensa desveló que Mr. Profumo había mentido a su esposa, al primer ministro, al parlamento, a la prensa y hasta a su anciana madre. Fue obligado a dimitir antes de ser destituido. Meses después, Harold McMillan abandonó el Número Diez a causa, dijeron, de su delicada salud. Tenía ya sesenta y nueve años, el pobrecito. Murió a punto de cumplir noventa y tres.
La responsabilidad política no sólo afecta a los actos propios, sean conscientes o fruto de la mera negligencia. También a los de que quienes son cooptados. Es la responsabilidad in eligendo. Como in vigilando es la que nace de dejar hacer a quienes te rodean. Ambas son exigibles a cualquier político. Más aún si ocupa el primer lugar en la jerarquía. Pero se ve que hoy no se estila. O sí. Porque el primer ministro portugués, Antonio Costa, dimitió cuando se detuvo a su jefe de gabinete porque, como expresó en su discurso de renuncia: «la dignidad de las funciones de un primer ministro no es compatible con ninguna sospecha sobre su integridad, buena conducta y, menos aún, con la de cualquier acto delictivo». Pero el señor Costa es un caballero y un demócrata de pies a cabeza.
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