No sabemos lo que hoy en día va a ver el público cuando se congrega antes de salir una procesión. Sí sabemos que, hace dos mil años, cuando la gente salía a las calles diariamente a sobrevivir tendría más claro lo que buscaban porque seguramente la supervivencia significaba un trozo de pan y algo de agua e incluso, puede que, hasta por aquella época, ya se le añadiera leche y miel e inventaran las torrijas.

Las noches eran oscuras, las casas se alumbraban con aceite o grasa y el barro o el adobe hacia que el frío se colara hasta los huesos sin que nadie se quejara por mojarse el pelo por un chaparrón como estos días en algún palco.

La vida y la muerte era otra cosa. No se avisaba en letreros luminosos de autovías anunciando treinta y cinco muertos en Semana Santa porque los sepulcros eran respetados, sin leyes de alto el fuego que no se cumplirían ni cunetas repletas de represaliados. Los fariseos de entonces son los idiotas y tontos de hoy en día que hacen de su capa un sayo del egoísmo.

Los templos de esos años no tienen que ver con los de ahora. Se lloraba, como siempre, pero ahora por motivos sin fundamento. Las penitencias eran íntimas. Tal como hoy, en redes sociales, tiktok o X. El monte Calvario y el recorrido hasta el Gólgota hoy se hace con ladrones buenos y malos, con los que sufren crímenes de guerras, con violadores, falsificadores, defraudadores a Hacienda, corruptos y hasta algún que otro Judas moderno que con la venta de mercancías se enriquece a costa de los demás.

Antes, las leyes no estaban escritas. Hoy se consigue la libertad con un millón de euros. Hoy, la santificación de una semana está muy lejos de los Concilios y de la verdadera esencia de una Pasión representada a las puertas de los conventos que sería hoy la de los sin techo, los abandonados a su suerte, los desahuciados, los parados o los enfermos. Más de lo mismo.

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