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Cuarto de Muestras

Deshacer el pasado

Nada más desgarrador que ver deshacerse la casa de los padres entre peleas de hermanos

Los que lo han vivido lo saben. Nada más desgarrador que ver deshacerse la casa de los padres entre peleas de hermanos, recuerdos revueltos y dolorosos, reproches insignificantes, omisiones clamorosas, heridas abiertas de un dolor profundo que no hacen sino incrementarse con el paso los años. Y la aparente indiferencia y el yo no quiero nada y el esto lo dijo papá y aquello mamá lo sabía. Todo se vuelve en blanco y negro y las caras se ensombrecen de desencanto y frustración. Es como volver a la niñez sin inocencia, para ser infelices y culpar a los demás de lo que hemos terminado siendo.

Soy vieja en esto, muy vieja, porque he visto desde niña deshacerse grandes casas ajenas. He visto el daño que produce abrir un cajón, el desgarro al encontrar una nota manuscrita, el dolor al hacer recuento de platos y cubiertos. El desconcierto al sacar un tablero que ya nunca más se podrá poner sobre la mesa para que quepan todos porque, hace ya mucho, que, unos y otros, fueron desertando de ese quirófano de operaciones a corazón abierto que es una comida familiar.

Aunque se repartan por sorteo y en lotes iguales las cosas de una casa, siempre habrá aquel que no esté de acuerdo, que piense que le ha tocado el peor lote (lo lleva pensando desde que nació) o el que ni tan siquiera acuda a recoger sus cosas porque piense que su vida es otra cuando él sigue siendo el mismo. En todas las casas hay al menos un díscolo y, en algunas, lo son todos.

Se queda en la memoria para siempre, como en las paredes, la suciedad marcando el rastro de los cuadros que estuvieron allí colgados. La suciedad cuadriculada de un paisaje que por tanto tiempo nos acompañó y fue nuestra seguridad y hoy nos hace vulnerables.

Poco se puede hacer cuando a la vida llega el momento de deshacer la casa. Percibir que todo es regalado, incluso el dolor que produce. Que ya hemos recibido lo que somos cada uno. Que es posible querer a nuestros hermanos, a cada uno de ellos sin juzgarlos, aunque no lo sientan y no los comprendamos y nos hayan hecho sufrir mucho. Dejar que pase el tiempo y un día poner una bonita mesa con manteles, platos y cubiertos de entonces, con un centro de flores delicado, con el mimo y entrega de una madre. Una mesa que nos recuerde a aquellas en las que ya nos peleábamos de niños y creíamos que éramos felices. Y llamarlos y que acudan a esta otra casa que habrá que deshacer un día.

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