Cuarto de Muestras

No era tan tonta

Lejos de apolillarse, resulta mucho más moderna, cuidada, libre y culta que la de ahora

Estos días atrás, con motivo de la muerte de José Luis Balbín y de Quintero, todos hemos mirado hacia atrás, a esa tele hablada que tan poco tiene que ver con la actual. Lejos de apolillarse, resulta mucho más moderna, cuidada, libre y culta que la de ahora. Más chispeante y rica. A la memoria vienen también los programas de Sánchez Dragó sobre literatura y literatos, "Mirar un cuadro" sobre pintura, las obras de teatro y tantos otros. Voces limpias, planos de calidad, riqueza de expresión, contenido, que son tan raros hoy, eran naturales entonces. Programas que, lejos de embrutecer al espectador, de despreciarlo y darle bazofia; lo trataban con dignidad y respeto. Imagino que no es cuestión de presupuesto sino de verdadera autoexigencia y buen gusto. De criterio.

No es casual que detrás de Quintero, estuviera Javier Salvago, poeta sabio con más noches sin sueño que el propio Jesús. Salvago, autor de los monólogos a los que sólo había que añadir las pausas y silencios célebres del loco, nos regaló esas reflexiones que nos dejaban cavilando, asomados al precipicio del vivir, conscientes de nuestra ignorancia y desamparo. Resulta también revelador que Quintero le tirara de la lengua nada menos que a Gala, deslumbrante orador, filósofo y deslenguado sin necesidad de disfraces, ordinarieces ni estridencias. Un Gala capaz de desarmar al más listo, capaz de ensombrecer al más inteligente, capaz de enmudecer al más exaltado; sin otros recursos que su palabra, su entrecejo fruncido, su pañuelo y su bastón. Un Gala que nos abrió una tronera para mirar al mundo con desnudez, sin prejuicios. Un escritor que sin chabacanería invitaba al amor más libre, al amor. Un escritor presumido, enemigo de la vejez, que, a través de su fundación, ha sabido retirarse en silencio y volcarse en los jóvenes artistas, que es volcarse en la plenitud.

Ahora, que la tele se hace metiendo a una pandilla de analfabetos y juguetes rotos en una isla o en una casa hortera para grabar como se pelean entre ellos; ahora que nadie dice nada mínimamente inteligente o apartado, al menos, de los lugares comunes y del lenguaje políticamente correcto; ahora que de todas las simplezas se hace bandera y de la chabacanería la única forma de expresión; recordar aquellos programas es ser conscientes de nuestra decadencia, de nuestra pobreza.

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