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DE LIBROS

Viaje de vuelta

  • La primera novela de Alberto Cascón, 'Los que vienen' (Ya lo dijo Casimiro Parker), plantea dos paradojas: la huida imposible y la muerte imposible

El escritor Alberto Cascón.

El escritor Alberto Cascón. / M. G.

La huida siempre ha sido un tema literario muy fértil. El famoso viaje del héroe consiste, por lo menos en parte, en la huida del héroe que se rebela ante las imposiciones, del tipo que sean, que paradójicamente habrán de determinar su ruta. Por más que se resista, la ruta se convierte en una especie de vuelta a casa, o de viaje a sí mismo. Y cuanto más huye, más cerca está del episodio que lo acabará transformando y devolviendo, con la ayuda, la indiferencia o la enemistad de los dioses, al lugar que le corresponde. Y parece también que los escritores, cuanto más huyen del recorrido consabido, más atrapados acaban entre las redes del viejo oficio. Eso es una buena noticia para el lector. Por eso no sorprende que la novela, que ha muerto hace tanto, renazca constantemente y con tanta insolencia. Muerte envidiable, ya la quisiéramos. En Los que vienen, la primera novela de Alberto Cascón (León, 1989), se dan estas dos paradojas: la huida imposible y la muerte imposible; con más mérito aún porque en España no es fácil que se haga caso a los autores jóvenes, especialmente a los que pueden aportar algo, pero la editorial Ya lo dijo Casimiro Parker, más dedicada hasta ahora a la poesía, lo ha hecho, y eso también es una buena noticia.

Lo que resucita en las páginas de Los que vienen es una fe en la escritura que no debería dejar de sorprendernos. Miguel, el protagonista, es un joven médico madrileño que, para huir de una serie de acontecimientos desgraciados que iremos descubriendo según avanza la lectura, se refugia en una pequeña explotación apícola calabresa. En ese ambiente nunca paradisiaco lucha con los recuerdos y con la escritura, en la que quiere encontrar una suerte de remedio, fiándose al legendario poder terapéutico de la palabra escrita. El atasco literario se convierte en la imagen perfecta del desastre anímico: Miguel no escribe, pasa horas sentado delante del ordenador y no es capaz de sobreponerse a la página en blanco. Casi de soslayo –porque la novela no es una novela metaliteraria–, Alberto Cascón deja escrito el testimonio de cualquiera que se enfrenta, en esos momentos de vulnerabilidad, al teclado, y juega con su protagonista inteligentemente a sembrar la sospecha del mito algo declinante ya de la autoficción.

La novela se inicia con un protagonista que parece negarse a sí mismo, y que poco a poco se va abriendo a una nueva comunidad en la que ha encontrado refugio. El nuevo medio, formado por la gente de un pueblo que conserva las costumbres y tradiciones que cualquier urbanita desconoce, fuerza en cierto modo la aproximación al pasado, la aceptación o al menos la mirada compasiva de un joven que arrastra un luto que anula todo esfuerzo por sobrevivir. Es el momento de esas compañías tan providenciales como conflictivas que tienen el poder de reconstruir nuestro mundo y que no por ello se libran de sufrir ni están obligadas a iluminar a nadie con su ejemplo. Son el efecto de una casualidad. La novela opone el ámbito rural en que son posibles estas casualidades a la gran urbe, representada por un Madrid inhóspito del que se salvan muy pocos momentos, entre ellos sin duda las verbenas, algo inhóspitas también, pero en que sobrevive el espíritu pueblerino de una ciudad de infinitas capas. Parece que el recuerdo necesita siempre un contraejemplo para desenvolverse.

Los que vienen es la advertencia de que el pasado, cuando vuelve, lo desequilibra todo y nos obliga a buscar de nuevo nuestro sitio. La muerte, el amor o la amistad van arrancando en estas páginas pequeños pedazos de memoria que conviven con el presente igual que los fantasmas con los vivos. Ahora que la identidad es un cosa tan cotizada, es reconfortante que esta novela se aproxime a ella de una manera desprejuiciada y permitiéndose aún la sorpresa, es decir, dibujando personajes vivos, inseguros, contradictorios, cuando además todos los ingredientes –joven desengañado, vida rural, descubrimiento…– podrían invitar más bien a lo contrario.

El pequeño pueblo del sur de Italia obliga al protagonista a aprender las formas de una nueva existencia en la que los prejuicios del hombre de ciudad pasan a la irrelevancia absoluta de los dogmas y las ideologías y se ven sustituidos por una cálida e imperfecta humanidad mucho más acogedora. El protagonista se ve enfrentado a sus propias ideas, a las que aún se siente atado por un orgullo generacional que resiste las embestidas del mundo real y que no cede fácilmente. Quizás es el retrato certero de una juventud demasiado convencida de su propia valía y que se adapta con mucha dificultad a un entorno –laboral, emocional…– que no se parece en nada a lo que esperaba. Hay cierta esperanza en esa vida de pueblo, en esas otras formas de relacionarse, algo parecido a un gran olvido, ese lugar al que regresamos una y otra vez con el convencimiento de no volver a abandonarlo nunca.

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