Feria de Jerez

El Perfil de José Tomás

Mil quinientas pelas. Es lo que me costó un tendido la primera vez que le vi torear en Las Ventas. Era una corrida de la Prensa, y la plaza, como cabe suponer en pleno mes de mayo, estaba hasta la bandera. Pero no hacía falta recurrir a la reventa para conseguir una entrada, porque la reventa en esas fechas apenas le echaba cuenta a José Tomás. Los reventas por entonces sacaban más tajada de otros carteles. El que llamaban “de los tres tenores”, por ejemplo (o sea, Joselito, Ponce y Rivera), que tenía mucho más tirón en las taquillas y naturalmente mucho menos interés para los aficionados.

Pues sí, mil quinientas. ¿Y a cambio qué es lo que recibí? A cambio pude ver torear al natural, que no es poco. Y es que para torear al natural con pureza no hay que inventar la pólvora, ni dar brincos, ni montarse en lo alto de los toros para agarrarles los cuernos. Lo que hay que hacer simplemente es coger la muleta con la izquierda, cargar la suerte y ligar los pases con hondura. Así de fácil. O así de difícil, porque la mano izquierda, para lo que la usaban la mayoría de los toreros entonces, era para encasquetarse la montera y poco más. Y porque lo de “ligar” en el mundo del toreo había pasado a significar otra cosa más relacionada con las revistas del corazón.

José Tomás sabía lo que hay que hacer para convertir la plaza de Madrid en un manicomio. Y como tampoco es alguien al que le falte valor para cuajar faenas sin tener que recurrir a fuegos artificiales, armó el taco. Ya lo había armado antes, como cuando desorejó a uno de Alcurrucén el año antes y entusiasmó al mismísimo Joaquín Vidal, que no regalaba los elogios así como así, pero firmó su crónica diciendo que Tomás había acabado con el cuadro.

Para no llenar esto de adjetivos rimbombantes, me limitaré a un dato: aquella tarde en la corrida de la Prensa, después de fallar con la espada, le dieron las dos orejas de un toro, un poco invaliducho, eso sí, de El Torreón. ¿Un pinchazo en Las Ventas y le pidieron dos orejas? Las pidieron y se las dieron, porque cuando el toreo es grandeza no se sacan las calculadoras.

Esto era a finales de los noventa. En esa época había mucha gente que llevaba años yendo a los toros, pero que a lo mejor no había visto jamás pegar un natural como hay que pegarlo. Era época de muchas cifras pero poca torería. Los primeros del escalafón competían por sumar orejas y daba igual si las cortaban en una plaza de toros o en la plazoleta de su casa. La cuestión era sumar, convertir la tauromaquia en una disciplina deportiva pero con traje de luces.

Pero José Tomás no tenía esa bulla por firmar contratos a cualquier precio. A él no le interesaba esa competición. Iba a lo suyo y quería triunfar toreando, que no parecía lo propio en aquel momento en que la televisión retransmitía espectáculos en los que cualquier parecido con el toreo auténtico era pura coincidencia. Y esa es la ley que desde entonces el de Galapagar se ha empeñado en imponer: colgar el cartel de “No hay billetes”, pero con aficionados que supieran la diferencia entre un muletazo y un trapazo.

Al final se salió con la suya, y ese es el gran favor que le ha hecho a la Fiesta, porque si las figuras en aquella época se podían permitir el lujo de acomodarse y de llenar las plazas con gente que pedía las orejas como quien está celebrando una despedida de soltero, él logró someter al planeta taurino a otros dictados: los que buscan recuperar la pureza del toreo de siempre, que paradójicamente es el que casi nunca se hace.

Ya en su época de novillero había marcado Tomás las distancias. En vez de hacer carrera como otros chavales, que se encaramaban a lo alto del escalafón pagando por hacer el paseíllo, José Tomás puso tierra de por medio (o mejor dicho, agua, ya que cruzó el charco y se largó a México a hacer su rodaje con los utreros, pero ganando dinero en vez de ponerlo de su bolsillo.)

Tras tomar la alternativa allí, empiezan los triunfos también aquí. Fueron llegando los triunfos, sí, pero también las cornadas. Y llega también aquella insólita retirada de los ruedos cuando tenía cogida la sartén por el mango. Quizás fuera para alimentar la leyenda del torero que no quería parecerse al resto. Del torero que, en vez de aparecer a todas horas en los medios, prefería hablar con la muleta y explicarse llevando a los toros hasta unos sitios donde los toros no siempre quieren ir. Del torero, en fin, que es capaz de sufrir una cogida dramática y poner cara de haber pegado un estornudo.

Hoy, con veinte años de alternativa a sus espaldas y el cuerpo hecho un mapa de tanta cornada por no echar la pata atrás, José Tomás sigue mandando en esto y hace que lleguen a Jerez en peregrinación aficionados de todo el mundo.

Pero ya una entrada no cuesta mil quinientas pelas. ¿Qué se le va a hacer? 

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