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Tierra de nadie

El pesebre

El pesebre

El pesebre

Es un día, hoy, muy apropiado para escribir sobre el pesebre; pero no es a la humilde cuna en la que nació Jesús a la que me voy a referir, sino a ese otra ‘cuna’ en la que lo único que nace es el servilismo; ese ‘pesebre’ en el que el poder, en cualquiera de sus formas, alimenta a los que le ayudan a conservarlo, sea esto, o no, lo que más convenga a los que sobreviven bajo él.

Faltar a la objetividad no suele traer buenas consecuencias; si hablamos de medios de comunicación, de periodistas, responsables de trasmitir noticias, de reflejar realidades, de dar a conocer las luces y las sombras de quienes nos gobiernan; lo subjetivo, maquillar lo que es por lo que conviene que parezca, resaltar claridades dejando en su penumbra obscenas oscuridades, ensalzar al ‘quien’ en lugar de al ‘que’, apartar escollos en el camino de quien paga para que siga pagando; son miserias de difícil perdón.

La mayúscula hipocresía de la sociedad que compartimos es exigente, cada vez más exigente. El poder político, en los años de oro de la comunicación, sabe que, más que nunca antes, su continuidad depende de lo que se diga y de cómo se diga, también del ‘cuándo’ se haga. Importa lo que trasciende, en qué momento y de qué manera lo hace. La ‘opinión pública’ de un público, mayoritariamente sin opinión, es manejable, hasta la casi total manipulación, con suma facilidad. Los unos –los que mandan- son muy conscientes de esta realidad: buscan y se procuran quien les ayude a enmascarar el trabajo sucio, reclutan ‘profesionales’ adictos a la subvención y a la nómina fácil que disfracen sus vergüenzas, escondan su ineptitud y ‘cambien’ su prepotente vanidad por ‘humildad’ sólo aparente; los otros –los que sirven a quienes mandan-, se prestan a tejer esa pringosa tela de araña en la que se enreda la verdad, se condena la transparencia y se somete la honestidad.

Lo trágico de todo esto es que terminan por creérselo. Sí, acaban por pensarse que su ‘trabajo’ se corresponde a lo que debiera ser su trabajo. Es lo inaudito de la débil condición humana, lo falsario de unos supuestos principios que obedecen a una ‘ética’ que quedó enganchada y atrofiada en los espinos de un cinismo concupiscente, tendencioso y pérfido.

Se orquestan tertulias para que trasluzca nada más que lo que interesa, se invita a disidentes -ninguneados y acosados- para dar apariencia de ecuanimidad, se comunican datos parciales por absolutos, se saca de contexto lo que conviene, se cuentan verdades a medias y se tapan mentiras enteras. Quien no está con ellos, está en su contra: no hay piedad informativa para los ‘malvados’ que puedan llegar a amenazar el ‘pesebre’.

‘Y la nave va…’ -titulaba el gran Federico Fellini a su gran película-, mostrando con maestría las truculentas rivalidades, las envidias, bajezas y mezquindades de los personajes que protagonizaban su obra. Aquí, en nuestro mundo ‘informativo’, sucede otro tanto.

El periodismo, por naturaleza, es crítica. Implica un inconformismo continuado, un examen concienzudo –y, sobre todo, leal- de la realidad, para develar bajezas y reclamar derechos; exige al que manda, aunque lo incordie, porque protegerá al débil; supone compromiso… con la propia conciencia, no con la de quien decide; requiere de un afán, se dé con ello o no, por acercarse a lo que es cierto, no a lo que dicen que lo ha sido; la mano del que recaba información para trasmitirla no se pasa por el lomo de la fuente que la comunica, no sin haberla contrastado, no sin creer en lo que se cuenta, no sin ser fiel a la confianza de quien nos escucha. Y esto, brilla más por su ausencia que por su presencia.

Correveidiles, cuentacuentos, profetas de pacotilla, advenedizos, pregoneros de sus señores, panfletarios sin escrúpulos, impostores interesados, obedientes lacayos… puros voceros de sus amos que pueblan cadenas de televisión, emisoras de radio, prensa digital y escrita, pervirtiendo la función para la que deberían estar y no están, prostituyendo la misión que debieran cumplir, pero con la que no cumplen. Hace dos mil y algunos años nació en un humilde pesebre alguien que lo podía haber hecho en la más lujosa recámara del más rico de los palacios; hoy, ‘pesebres’ repartidos por dos mil y unas redacciones alimentan la cínica desfachatez de quien está dispuesto a negar la mayor, por evidente que sea, con tal de que no le separen de ellos.

A quien le pique… que se rasque.

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