La puerta grande de Santiago
Hace mucho, mucho tiempo, una muralla separaba Jerez de la nada. Aunque tal vez la nada no sea el término exacto. Hace mucho, mucho tiempo una muralla separaba Jerez de un mundo hostil, lleno de enemigos que luchaban por conquistarla. Tan dura era la situación que esa muralla solo contaba con cuatro puertas, fuertes como castillos, que hacían complicado a cualquiera acceder. Pero no imposible. Allá por el siglo XIII los cristianos arrebataron la plaza a los musulmanes y, tras un periodo difícil en que se volvieron las tornas, fueron los hijos de Mahoma los que se plantaron frente a los muros. Aunque de eso hace mucho, mucho tiempo.
Tras años de sangre y fuego la guerra terminó y la ciudad empezó a salir fuera de las murallas. Justo enfrente de una de las cuatro puertas se construyó una iglesia dedicada al apóstol Santiago y, como era de esperar, la puerta pasó a llamarse Puerta, (también Arco) de Santiago. Pero aquí nada permanece intacto para siempre y allá por el siglo XIX el Ayuntamiento decidió derribar la puerta para facilitar el tráfico rodado y así se perdió un referente. El Arco de Santiago quedó como el nombre de una plaza que muy pocos relacionaban con la entrada o salida a ninguna parte, máxime teniendo en cuenta que el arrabal había crecido mucho, tanto que abarcaba desde la Alameda Cristina hasta Picadueñas, por aquel entonces un pago rural. Justo aquí acaba (o empieza) ahora el Barrio.
Volvamos al Arco. Solo hay que coger una calle llamada Muro, salpicada de antiguas bodegas que hoy quieren derribarse, como si fuesen estorbos cuando en realidad nos hablan de un periodo próspero en el que el vino cubrió con su manto la vieja cerca islámica. Subamos por Muro. Al final encontramos un torreón imponente, mucho más grande que otros que jalonan la muralla y que marcaba un vértice del recinto defensivo. Como un gran cuadrado, Jerez en tiempos tuvo cuatro ángulos: el Alcázar, la torre escondida en La Moderna y otra que se encuentra en el inmueble de la calle Ancha número 3, en la intersección de las calles Ancha y Porvera. Y el torreón de la calle Muro.
Imponente y presidiendo una plaza dedicada a la República. Maltratado y pidiendo a gritos una restauración. En pie desde la noche de los tiempos vigilando a todo el que pasaba. Saludando al personal que ha estado yendo y viniendo durante siglos. Sus tapias se alzaron en época almohade y ya tenían una edad cuando vieron al rey Alfonso X conquistar la ciudad. También contemplaron gozosos la llegada de una Virgen Morena traída por los frailes de La Merced, esos mismos que salvaban a los cautivos secuestrados en el norte de África por los piratas berberiscos. Cuántos rescatados caminaron junto a la torre para ir a dar gracias a la Señora...
El torreón ha sentido soplar al Levante durante muchos años, ha escuchado el cante de los gitanos que llegaron a poblar el barrio, y lloró de alegría cuando contempló cómo los castellanos los acogían como a cualquier jerezano más. Caballeros que se divertían en el juego de la pelota, bodegueros foráneos que levantaron su imperio pegado a los muros, los soldados de Napoleón y las Monjas de la Caridad que iban a ciudad a los enfermos del Hospital de Santa Isabel. Todo y todos han pasado bajo la torre de la calle Muro. Hasta un Manuel Azaña que nunca visitó en Jerez y hoy está presente en un rótulo. Todos.
Hoy sonríe cansada cuando cada mañana ve cruzar a la chavalería del Instituto. Porque la torre es vieja, muy vieja y se le notan las arrugas. Pero nunca morirá, aunque la ciudad lleve tratándola a patadas desde hace tiempo. Seguirá ahí, como la Puerta Grande de Santiago, invitando a todos a conocer un barrio acogedor, calé y payo, triste y alegre, lleno de luz y con alguna sombra. Como la vida misma.
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