Santiago, una cultura que genera identidad
El antropólogo francés Marc Augé acuñó el término “no lugar” para describir aquellos espacios sin identidad ni memoria —aeropuertos, centros comerciales o áreas de servicio—, símbolos de la homogeneización derivada de la globalización. Frente a ellos se alzan territorios con una fuerte carga simbólica, capaces de articular comunidad, sentido de pertenencia y memoria colectiva. Entre ellos, el Barrio de Santiago de Jerez de la Frontera constituye un ejemplo paradigmático.
Como La Boca en Buenos Aires, el Vieux Carré de Nueva Orleans o la Mouraria de Lisboa, Santiago se erige como antítesis de esos “no lugares”. Antiguo arrabal extramuros, espacio de convivencia y mestizaje, el barrio ha sido durante siglos refugio y escenario de una identidad construida desde la resistencia y la creatividad popular. Su singularidad radica en haber conservado un tejido humano y cultural que trasciende los cambios urbanos o generacionales, manteniendo viva la memoria de sus gentes.
Siguiendo la lectura de Mircea Eliade, estos enclaves urbanos adquieren una dimensión casi sagrada: son territorios donde lo cotidiano se convierte en símbolo, donde la cultura se celebra como forma de existencia. En Santiago, esa sacralidad se manifiesta especialmente a través del flamenco, que ha actuado como eje vertebrador de su identidad. El cante, el baile y la guitarra no son aquí simple manifestación artística, sino vehículo de transmisión de la historia oral, de la emoción colectiva y del orgullo de pertenencia.
Otros elementos materiales e inmateriales -el trazado de sus calles, las casas de vecinos, las fiestas, los rituales cotidianos- se entrelazan con el discurso musical para conformar un paisaje humano irrepetible. En ese equilibrio entre tradición y cambio reside la fuerza simbólica del Barrio de Santiago, auténtico generador de identidad y uno de los grandes tesoros culturales de Jerez.
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