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Invasión

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En septiembre de 1540 una armada turca, al mando de Acenagaga, uno de los hombres de confianza de Barbarroja, el gran almirante y corsario otomano invadía o, mejor dicho, hacía una incursión en las costas españolas, en concreto en Gibraltar, plaza de ubicación estratégica, entrada al continente africano y vigía de los movimientos de las continuas armadas que se preparaban sobre todo en Argel y que no tenían otro objetivo que hostigar las costas cristianas del mediterráneo.

Del saco que sufrió la plaza, en pérdida de vidas, prisioneros para ser vendidos como esclavos y todos los bienes que pudieron robar los turcos, nos da cumplida cuenta el escritor Pedro Barrantes Maldonado en su ‘Diálogo entre Pedro Barrantes Maldonado y un caballero extranjero’ (editorial Renacimiento, Espuela de Plata, 2009). Un Barrantes que unía a su actividad de escritor la de soldado (según el modelo del caballero renacentista: las armas y las letras) y que intervino en la campaña de defensa y socorro de Gibraltar en aquellas jornadas, ya que por aquel año residía en Sanlúcar de Barrameda, al servicio del Duque de Medina Sidonia, a quien acompañó en tal empresa. Por carta del propio Duque conocemos que “Por la hora que me vino el aviso de lo de Gibraltar, me partí con toda la gente de pie y de caballo de esta mi tierra para allá, lo mismo hizo la ciudad de Jerez. Llegado a Medina eran salidos cien lanzas y quinientos peones a socorrer aquella ciudad y que de Jimena, que está cinco leguas de ella, había ido toda la gente de caballo y de pie con muchos bastimentos y con otras provisiones”. Y la misma ayuda prestó la ciudad de Sevilla, que días después del saco, envió una carta al emperador Carlos con la súplica de que atendiera la necesidad de fortificar la plaza “y proveerla de armas y de gente que convenga para su guarda y defensa”.

La incursión, como era habitual en la época, apenas duró una jornada, el tiempo necesario para hacerse con un suculento botín en seres humanos y bienes materiales. Pero en este caso, la jugada no les salió a los turcos tan a su gusto como se felicitaban satisfechos después del saqueo y ya en alta mar, pues a su encuentro salió don Bernardino de Mendoza, general de la armada de España, y en combate naval “venció, mató y cautivó la mayor parte dellos, y les tomó diez navíos y libertó setecientos y cincuenta cristianos”, como nos cuenta Barrantes en la segunda parte de su libro. Esta crónica que ahora leemos por una parte como pieza de valor literario, pues es un excelente ejemplo y modelo de uno de los géneros renacentistas por excelencia como es el diálogo, y por otra, como una página más de nuestra historia, de un tiempo ya lejano y cerrado, se vuelve trágicamente a abrir, alcanza terrible vigencia y actualidad porque siempre, sea el tiempo que sea, hay un monstruo que en su delirio de locura decide una y otra vez repetir hechos históricos que creíamos que solo pertenecían ya a la literatura. José López Romero

Las viajeras y el olvido

En la ponencia que desarrollé recientemente, en el curso organizado por la UCA (Campus de Jerez) y el Centro de Estudios Históricos Jerezanos, titulada “Los viajeros y la imagen de España: miradas viajeras sobre la provincia de Cádiz”, creí oportuno detenerme en un apartado hasta hace muy poco tiempo olvidado por la historiografía, cual es el de los testimonios de las viajeras románticas que visitaron nuestro país entre 1830 y 1930. Resulta curioso cómo la historiografía al analizar este fenómeno de los testimonios extranjeros sobre nuestro país en el periodo antes mencionado, y que tanta relevancia ha tenido en la proyección posterior de la imagen de España en el exterior y que aún pervive, poca atención ha prestado a los testimonios de esas damas viajeras. Numerosos investigadores e investigadoras, entre los que me incluyo, analizaron el fenómeno a lo largo del último tercio del siglo pasado, pero hay que reconocer que en esos estudios poca atención se les ha prestado a esos testimonios de mujeres, que no solo viajaron cuando el viaje era una experiencia de riesgo, sino que por el hecho de ser mujeres las dificultades en forma de incomprensión social era evidente. Es cierto que esa investigación tiene una dificultad también añadida: muchos de esos libros que las damas viajeras publicaron, lo hacían en tiradas muy cortas y limitadas a círculos de distribución cerrados, lo que dificulta hoy la localización de algunas de esas ediciones.

En todo caso y desde hace solo unos pocos años la historiografía española parece querer recuperar el tiempo perdido en libros como ‘Viajeras románticas en Andalucía’ de Alberto Egea o en artículos como el de Lola Escudero ‘Las ladies viajeras en España’ (Boletín de la Sociedad geográfica española, 2022) o en el caso de Jerez el titulado ‘Jerez y sus vinos visto por las extranjeras viajeras’ de José Luis Jiménez (Diario de Jerez. 2018). Los anteriores trabajos entre otros, van descubriéndonos el hasta ahora desconocido papel en el fenómeno viajero, de intrépidas mujeres como Louisa Tenison, Josephine Brickman, Elizabeth Herbert o Alice Illimworth, entre otras muchas, cuyos testimonios deben completar esa visión viajera que de la España decimonónica hasta ahora se nos había trasladado. Ramón Clavijo Provencio

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