Cultura

Un bello día, veremos

LA mañana del domingo amaneció más templada. Aún así el viento del norte seguía soplando y al revolver cualquier esquina te apuñalaba a traición. Las calles del centro histórico se desperezaban y apenas te cruzabas con alguien. El sol brillaba sobre las paredes de cal descascarilladas de las pocas casas que mantienen el buen estado en esa parte de la ciudad. Las demás, o están ruinosas o directamente han desaparecido, dejando a la vista el solar lleno de matojos y restos de bolsas de basura arrojadas por algún desalmado. Los adoquines de las calles le dañaban las plantas de los pies, pues calzaba unos zapatos de suela fina, acordes con el día soleado. Pensaba en lo fácil que sería reformar este trozo de ciudad desfondada y convertirlo en una especie de paraíso residencial. Sin perder los valores auténticos, tan sólo unos pequeños cambios de concepto, unos árboles, unos jardines, unos pavimentos transitables, unos espacios confortables, poco más...

Llegó al Museo Arqueológico, uno de los lugares impecables del centro, gracias al tesón de su directora y sus empleados. La gente estaba ya esperando en torno al patio el inicio del espectáculo. Reinaba un ambiente de cordialidad pese a que la mayoría de los presentes casi no se conocían. La mayoría eran extranjeros venidos con motivo del Festival Internacional de Flamenco. Había también algunos conocidos, que habían salido a pasear, aprovechando el día soleado. ¡Qué pocos jerezanos implicados con uno de los acontecimientos culturales más importantes de la ciudad cada año!

La espera concluyó cuando se empezó a oír un sonido sordo de cascabeles, lejano y sutil. Alguien se asomó a una de las ventanas del piso de arriba. Era un joven arlequín que hizo una breve aparición y volvió a ocultarse, dejando en el aire el leve sonido de sus cascabeles. Reapareció en el rellano de la escalera y se paseó por el patio reconociendo cada columna, cada maceta, actuando como si el público no existiera. Un delicado taconeo y unos gestos de tronío les recordaban cada poco que estaban asistiendo a un espectáculo flamenco.

Arlecchino cruzó el patio y salió al jardín del museo, que articula la zona nueva con las salas que se conservaron de las edificaciones antiguas. Allí trepó, saltó, jugó con el agua de la fuente, con el sol y con su sombra. Finalmente desapareció otra vez, para volver de nuevo, ahora sobre el tablao del sencillo escenario creado en la sala de actos, a la que el público entretanto fue dirigido: un leve velo blanco dando forma al prisma de tres lados que constituía la escena. Sobre estos visillos se proyectaban ciertas imágenes que recordaban a Picasso, Cervantes y Gaudí, las tres figuras a las que estaba dedicada esa Arquitectura de luz y sombras. El orden clásico invadió el lugar: tres columnas, tres actos, tres personajes (Arlecchino, el Caballero de los Espejos y Cio-Cio San (madama Butterfly), tres melodías. A oscuras, de la mano de Rubén y Luisa, evocaron a los tres pilares señalados en el nombre del espectáculo. Algunos asistentes terminaron derramando lágrimas de amor al arrullo de Un bel dí, vedremo, el aria más conocida de Madame Butterfly. Nunca tanta aflicción se cantó de manera tan dulce y nada tan amargo se bailó con tanta ternura.

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