Demonios, brujas, adivinos y otras hierbas
Rumor de fondo
La literatura no se entendería en su origen separada de la magia: los clásicos, en consonancia, rinden honores a la tradición menos racional del ser humano, con efectos dramáticos o cómicos
Con la cabeza perdida

La magia atraviesa todo el mundo clásico como una pauta constante en la lenta transición del mito al logos. El texto griego más antiguo en el que se menciona la magia aparece en la Odisea de Homero y tiene como protagonista a la bruja Circe, que exhibe su terrorífico poder cuando transforma a los compañeros de Ulises en cerdos: “Ya en la casa los hizo sentar por sillones y sillas y, ofreciéndoles queso y harina y miel verde y un vino generoso de Pramno, les dio con aquellos manjares un perverso licor que olvidar les hiciera la patria. Una vez se lo dio, lo bebieron de un sorbo y, al punto, les pegó con su vara y los llevó allá a las zahúrdas: ya tenían la cabeza y la voz y los pelos de cerdos y aun la entera figura, guardando su mente de hombres”. En sus Idilios, Teócrato reproduce el conjuro que entona Simeta para hacerse con el amor de Delfis: “Luce, Luna, brillante: a ti, muy quedo, entonaré mis encantamientos, diosa, y a Hécate infernal, que hasta a los perros estremece cuando pasa entre los túmulos de los muertos y la oscura sangre”. Virgilio describe algunos rituales mágicos en sus Bucólicas y, en su Eneida, Dido, la reina de Cartago, es otra hechicera que prepara un sortilegio para que Eneas se quede junto a ella: “Con voz de trueno va invocando los nombres de los trescientos dioses y llama al Érebo y al Caos y a Hécate la triforme y a Diana la doncella de tres rostros. Había derramado también agua, agua que se creía tomada de la fuente del Averno”.
Todos estos autores mostraron su interés en las artes oscuras, cuando no las practicaron directamente (Virgilio era tomado por un mago poderoso todavía en la Edad Media). Así el platónico Apuleyo, acusado de brujería en varias ocasiones, recupera en El asno de oro varios relatos populares para contar la historia de Lucio, quien, al aplicarse un ungüento que debía transformarlo en ave, acaba convertido en burro. Mucho antes, Hesíodo detalla las distintas estirpes de demonios alumbradas en paralelo a las de los hombres. A partir de entonces, la invocación de los demonios quedará también en manos de las brujas, así como el arte de la nigromancia, tal y como narra Heliodoro en sus Etiópicas: “[…] podían ver lo que la vieja decía, pues ahora preguntaba en voz más alta al cadáver. Y lo que le preguntaba era si su hermano, el hijo que todavía le quedaba a ella, regresaría sano y salvo. Él no respondió nada, pero hizo una señal de asentimiento con la cabeza”. En el primer libro de Samuel del Antiguo Testamento, el rey Saúl, tras expulsar de Israel a nigromantes y adivinos, mandó buscar a una pitonisa para que invocara el espíritu de Samuel, ya fallecido, al que quería pedir consejo en su guerra contra los filisteos: “La mujer respondió a Saúl: ‘Veo un espectro que sube de la tierra’. Saúl le preguntó: ‘¿Qué aspecto tiene?’ Ella respondió: ‘Es un hombre anciano que sube envuelto en un manto’. Ya en la Antigüedad y hasta la Edad Moderna, la alquimia recoge ideales propios de la magia para establecer un itinerario del conocimiento. En su primer precepto, Hermes Trismegisto sostiene: “Lo que digo no es ficticio, sino digno de crédito y cierto”.
En el Renacimiento, la magia perdura en los clásicos desde su raigambre popular. Fernando de Rojas advierte contra los sortilegios amorosos en La Celestina, pero también describe el conjuro que recita la vieja ante Melibea: “Yo te conjuro, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los súlfuros fuegos que hervientes étnicos montes mandan, […], vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad”. El mundo barroco sostiene esta tradición: Cervantes llena de prodigios la cueva de Montesinos ante un alucinado don Quijote y propone otro sortilegio amoroso con efectos distintos de los esperados en El licenciado Vidriera: “Y así, aconsejada de una morisca, en un membrillo toledano dio a Tomás unos destos que llaman hechizos, creyendo que le daba cosa que le forzase la voluntad a quererla, como si hubiese en el mundo yerbas, encantos ni palabras suficientes a forzar el libre albedrío”. A través del Puck de El sueño de una noche de verano, Shakespeare relata con humor los efectos del caos en la magia amorosa; pero es otro mago, el Próspero de La tempestad, quien anuncia la conclusión definitiva: “Somos de la misma sustancia que los sueños, y nuestra breve vida culmina en un dormir”.
Después, la Ilustración creyó extirpar para siempre la magia irracional de la literatura. Pero el terrible siglo XX volvió a necesitar de sus efectos para arrojar una representación fiel del ser humano en medio del desvarío. Kafka se anticipó al presentar a Gregorio Samsa convertido en un insecto. Y, como afirmaba Kilgore Trout en la novela de Kurt Vonnegut Matadero Cinco: “Me parece que van a tener que inventarse un montón de patrañas maravillosas, o la gente no va a querer seguir viviendo”.
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