Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

éramos un país que tenía una estupenda Sanidad Pública. La disfrutaban pacientes autóctonos, otros que llegaban de diversos países, médicos entregados a su tarea, quienes contaban con los medios adecuados para atender muchas enfermedades. Pero apareció en escena una pandemia que hizo necesaria la contratación de más personal para cuidar a una población cada vez más diezmada por la enfermedad. Este país estaba organizado en comunidades que se regían por criterios específicos y, en muchas de ellas, se fueron reduciendo las relaciones humanas, las prestaciones, y la gente empezó a morirse por falta de atención, por errores de diagnóstico imperdonables. Todos sabemos que a un enfermo no le bastan medicamentos o exploraciones, que el contacto personal es necesario, porque el ser humano necesita algo más que la frialdad de un teléfono. Que la relación presencial puede coadyuvar para ayudarlo mentalmente o para elaborar un diagnóstico. Gracias a científicos, que descubrieron un paliativo para la enfermedad, todo fue mejorando hasta que volvió a surgir la amenaza: la afección se recrudeció. Y las autoridades pertinentes hicieron oídos sordos a nuestras necesidades. De aquellos sanitarios concertados en la primera ola, cuyo contrato terminó, solo se le ha renovado a menos de la mitad. Procesos que se trataban desde la atención primaria no se contemplan ahora y la medicina especializada está, prácticamente, congelada. Crece la lista de espera quirúrgica, se postergan los programas de protección de la salud, pilares fundamentales en un país desarrollado, se sobrecargan las urgencias en los hospitales, los centros de salud están colapsados, los pacientes nos vemos desatendidos. Asistimos a un terrible desmantelamiento del sistema. Los ciudadanos nos enfrentamos a una disyuntiva: contratar seguros privados, si es que se tienen posibles, o morirse de verdad o de asco. Así nos va, y que el más allá nos coja confesados.

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