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La política, y por tanto la información de los medios, está asediada por los asesores de esos mismos dirigentes cada vez más desconyuntados y volubles. Los aparatos y los cargos no son nada sin esos satélites cortoplacistas, que miden y miran todo por el beneficio directo y la repercusión inmediata. Todo por manterse juntos en el poder, que debe ser algo adictivo y lucrativo, vistas las ansias.

El cortoplacismo permanente ha conducido a este clima desesperante de polarización continua ya sea cual sea la jerarquía y la administración. Una depauperación de la gestión pública basada en ocurrencias, titulares, globos sonda, cortinas de humo, amenazas. La opinión pública dejó de impresionarse ante este paisaje y si sumáramos todas las horas de tertulias en la radio y la televisión necesitaríamos varias vidas para digerir lo que se debate en una semana. De la nueva política repartida en trozos tendíamos de nuevo al bipartidismo y nos orientamos a toda prisa a nuevas desintegraciones de votos y desencantos.

El punto de inflexión de esta política trastornada puede marcarse hace exactamente 20 años, tras los atentados del 11M. Un vuelco electoral inesperado por injustificables manipulaciones informativas desde el poder que ya procedía de un clima crispado por la guerra de Iraq. El revanchismo y la intolerancia volvió a incrustrarse en la dermis social española.

En el 11M RTVE llegó a tocar fondo de credibilidad y fue la culminación de una etapa de control y ajuste de cuentas que se intentó corregir sin éxito. En la etapa de Zapatero, con la eliminación de la publicidad, se trazó un plan para que la cadena pública fuera independiente pero el resultado fue una corporación vulnerable a los presupuestos y vaivenes. Y frágil ante las disputas internas y las pugnas de los consejeros. RTVE perdió aquella influencia que gozaba en estos nuevos tiempos de información individual y dispersión mientras navega sin rumbo por las feroces inercias internas. Y los asesores, desde el exterior, enviando emojis.

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