Aunque se venga la Feria encima no voy a hablar del Niño Gloria, ni de la Paquera, ni siquiera de Paco Toronjo y sus fandangos alosneros. Hoy no hablamos de música étnica ni popular.

Hoy toca hablar de cuando España exportaba cultura y todo Europa se rendía -con temor, pero con admiración- a lo español. No había nacido el cante flamenco cuando en las cortes del norte se bailaban fandangos. Eran tan populares que los bailaban marquesas y criadas. Por eso, si Europa es algo, es más España que otra cosa. Los que hoy se consideran europeos ocultan su origen bárbaro y hereje. Sólo se puede ser auténticamente europeo siendo hispano.

Pero volvamos a la música clásica. Tal fue su difusión que sorprende ver en obras de los más grandes compositores fandangos españolados. Christoph Gluck lo incluyó en su celebérrimo ballet ‘Don Juan’, basada en la obra homónima de Molière que, a su vez, fusilaba ‘El burlador de Sevilla’ de nuestro Tirso de Molina.

Pronto lo siguió Mozart que, de la mano de su libretista Lorenzo da Ponte, recrea los arquetipos españoles en ‘Don Giovanni’ y ‘Las bodas de Fígaro’, nuevamente ambientadas en Sevilla y con un hermoso fandango en el Acto III del Fígaro. Famosos son los fandangos de Domingo Scarlatti, que no era italiano sino español nacido en el virreinato de Nápoles, o el de Luigi Boccherini, dedicado al duque de Osuna. De especial virtuosismo resulta el fandango del Padre Soler y, más modernos pero también cultos y clásicos, los de Falla, Turina o Granados.

Restos de un pasado de esplendor que parece avergonzarnos. Porque en España cuando se escarba salen babuchas, pero cuando se escarba más, aparecen capiteles corintios. El país está en vías de disolución y el señor presidente se va a tocarle las castañuelas a la morisma y, de paso, a tocarnos los fandangos a los pocos que seguimos creyendo en esta gran nación llamada España. Habremos de resistir.

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