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A diputados, senadores, magistrados y funcionarios se les hace jurar o prometer sus cargos. Algo parecido ocurre en los juicios cuando al testigo se le pregunta si jura o promete decir la verdad. Mucho se ha escrito, y poco convincente, sobre las pretendidas diferencias entre jurar y prometer. Con el simplismo político español del siglo XXI, si prometes eres moderno, progresista y de izquierdas; y, si juras, eres de derecha, fascista, xenófobo, homófobo y franquista.

Pero lo importante no es el verbo, sino el objeto de la promesa o juramento. Y, sobre todo, las consecuencias de su incumplimiento.

El trabajo del testigo en juicio es el más claro. Su obligación es decir la verdad y el incumplimiento un delito de falso testimonio. Dice nuestra ley procesal vigente que cuando el testigo jura lo hace en nombre de Dios, sea de la religión que sea. Juró Scarlett O’Hara cuando puso a Dios por testigo en ‘Lo que el viento se llevó’. Sepan pues, que en los juzgados se puede jurar por Isis, Osiris o Palas Atenea.

Pero cuando un político jura o promete acatar la Constitución. ¿A qué se compromete? Y sobre todo, ¿Cuál es la consecuencia de su incumplimiento? En el Parlamento, si juras eres de derecha; si prometes eres de izquierda; si prometes por imperativo legal eres memo y redundante, porque lo uno y lo otro lo son por imperativo legal; si juras por cualquier republicanismo o por alguna de las máximas de Marx o Engels eres comunista pijo progre. Todas estas mamarrachadas y otras peores han sido bendecidas por el Tribunal Constitucional.

Esta legislatura, quizás la última en la que haya un Parlamento español, ha tocado prometer amor eterno a Podemos, Sumar, catalanes, vascos, gallegos, incluso, canarios. Pero jurar, lo que se dice jurar, tan solo se ha jurado por Puigdemont. A buen seguro, porque Puigdemont es Dios.

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