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Análisis

SUSANA ESTHER MERINO LLAMAS

Prendíos en su Consuelo

En estos días donde la liturgia se reviste del matiz penitencial y tras haber sido invitados a la conversión con la imposición de la santa ceniza hace justo una semana, bien cabe detenernos en el piadoso acto del rezo del Vía-Crucis.

Es aquí donde venimos a desgranar, las escenas que conformaron la Pasión de Nuestro Señor, desde que fuera condenado como reo de muerte en el pretorio de la Fortaleza Antonia, hasta el mismo momento en que se depositara su cuerpo en el Santo Sepulcro. Es este un ejercicio donde la meditación más íntima nos llega a través de la casi visualización del escarnio sufrido por quien viniera precisamente al mundo para salvarnos de toda culpa quedando cosido al recio madero.

Esa letanía del sufrimiento de Cristo, la pudimos vivir este pasado viernes, primero del tiempo cuaresmal, en los mismos tuétanos del moreno barrio de Santiago. El que es Redentor de Cautivos, el Señor del Consuelo, el Rey de Reyes, el que guarda entre sus aceitunadas manos atadas todas y cada una de nuestras rogativas, abandonaría por unas horas su morada mercedaria para, como hiciese hace ocho siglos San Pedro Nolasco, derramar sobre nosotros ese mismo carisma liberador para despojarnos de toda miseria.

Desde calle Merced a Palma, desde Chancillería al Arco, los adoquines con sabor a añejas historias y hasta el más ínfimo recoveco despabilaron de su letargo cuando la Cruz de Guía de la hermandad del Transporte dejaba asomar el brillo de la plata de sus cantoneras que tanto saben de Domingos de Ramos. El candil de la devoción quedaría abocetado por esa hermosa luminaria de fe, entre olor a cera derretida y los primeros inciensos de la antesala de la primavera. El frío y la humedad que besaban los rostros de quienes quisimos ser los lazarillos del Hijo de Dios, no hicieron mella alguna. El reloj marcaba los minutos con un soniquete distinto cuando de regreso, los cerrojos del duende se abrieron de par en par en los aledaños del templo del Santo Apóstol.

Fue entonces cuando el cortejo encaraba el angostillo cual paseíllo que rompe para plantarse en los medios del gótico que rezuma los pulsos de su Undivé por cada una de sus piedras. El aroma a yerbabuena y a clavo y romero se escaparon de las viejas casapuertas para entremezclarse con el incienso que cubría ese río de corazones. El clavelón púrpura del Miércoles Santo, el que quiebra su cintura en cada pase mientras la muerte le acecha con cada embestida, el Señor del Prendimiento, se tornó en Consuelo y Merced, mientras la garganta de azabache del Zambo derramaba su quejío rasgando los silencios de Santiago. Dos juncos de bronce, dos percales empapados de duende y tronío, de canela en rama donde la Buena Muerte del Hijo del Hombre descansa sobre la verticalidad del patíbulo, pero bajo la infinita dulzura de la mirada de la Madre. La Puerta Grande se abrió, y el rastro de la efigie del Señor del Consuelo quedaría enmarcada allí para siempre, mientras se alejaba para seguir paseando su majestad de regreso a casa, donde casi en esa misma puerta que ya es Santa, el brocal de sentimiento de Lidia Hernández derramaría la esencia de una oración hecha plegaria.

La luna de Santiago le daba las buenas noches al Señor del Consuelo besándolo en la frente, mientras la niebla descendía para cubrirlo con su velo.

Y es que todos quedamos Prendíos de su Consuelo.

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