El flamenco siempre estará en deuda con esos locos cabales que, como Manolo Ríos Ruiz, se dedicaron en cuerpo y alma a documentarlo y a contarlo por amor al arte que mamaron desde niños y que les atrapó para siempre. Todos eran unos adelantados a su tiempo, que tuvieron la generosidad y el empeño suficientes para elevar el arte jondo al lugar que le corresponde, de la mano de unos artistas colosales e irrepetibles. Hoy nadie discute que el flamenco, de manera natural, ha de ocupar los mejores escenarios del mundo, pero estos visionarios como Ríos Ruiz, Caballero Bonald, Fernando Quiñones, Ortiz Nuevo, Juan de la Plata y, entre otros tantos, José María Velázquez-Gaztelu, apostaron por el cante, el baile y la guitarra cuando apenas salían de los patios y los cuartos, porque el gran público y la administración le daban la espalda -cuando no lo ninguneaban- como un arte menor sólo al alcance de algún capricho.

El flamenco y la poesía han perdido a un fuera de serie, un artista del verso, un apasionado incondicional del rigor y el conocimiento. Pero el poeta era ante todo un leal y entrañable compañero para con sus amigos. Su inmensa y profunda obra, como el cante de Terremoto, Caracol, Agujetas, Camarón y tantas vacas sagradas, no se puede explicar, hay que acercarse a ella y sentirla para disfrutarla en toda su dimensión, porque golpea como el martillo al yunque con cada soplo de inspiración hasta convertirse en expresión y sentimiento puros. Manolo era además, y pese a su timidez, un conversador de largo recorrido, sin necesidad de acudir a los dardos envenenados, para despertar el interés y la admiración a su alrededor. Su pluma, tan comprometida con su tierra y honda como la seguiriya, siempre se expresó como un cante por derecho, en todas sus vertientes, desde el ensayo al verso colosal, con sus quiebros y sus quejíos para la imaginación, pellizcando el alma sensible. Magistral en la crítica, desde el respeto al artista, sobre todo con el que necesitaba más dosis de comprensión, Ríos Ruiz jamás hizo sangre, porque su extraordinaria sensibilidad y sobre todo su amor por el arte jondo y su talante tan cabal se lo impedían. Ellos se lo reconocieron desde el cariño, aunque ayer sólo Manuel Morao daría fe de ello. No pocos recordaban que a cuantos se acercaron al escritor jerezano, en Madrid, en busca de alguna dirección, o al menos de una señal, a todos ellos les ayudaría a dar sus primeros pasos en un estudio y en los escenarios, fiel a esa vocación que le tenía tan enganchado que no sabía vivir para otra cosa. Su afán no era otro que dignificar el flamenco y ninguno de los muchos obstáculos que encontró en su aventura le apartarían del camino. Con el poderío de sus textos, Manuel podía llegar adonde otros ni sueñan por su don innato para transmitir, pero también porque conocía el terreno que pisaba a la perfección. Humilde y atento, impecable en la vestimenta, siempre acompañado de su inseparable y admirable Tina, amigo de sus amigos, jerezano por los cuatro costados, a Manolo le hacían felices las cosas sencillas, su café en el Canalejas y su vino en la Andana y el bar del Beni. Desde este último solía contemplar muchas veces en silencio y pensativo su querida plaza tan merecida, a un palmo de la avenida la Soleá, con Santiago al fondo, a la vera de su Plata querida, el barrio de sus amores donde ayer, en Santa Ana, nos dejaría con su catavino de papel en la mano, sentencia viva y eterna como su obra, contándonos la vida al pasar.

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