Análisis

Salvador Gutiérrez Galván

El consuelo del sacerdote

Me cuestiono tantas veces cómo tocar el corazón de los demás, cómo hacerlo sin molestar, cómo consolar. La palabra, herramienta exclusiva del ser humano, puede herir tan vilmente como aliviar profundas llagas de aflicción, pero siempre es arriesgada. Y en esto se debate constantemente la conciencia de este cristiano pecador; ¿Cómo, dónde y con quién puedo y debo sembrar? Obras son amores, sí. Pero el tiempo de la comunicación desmedida está aquí sin pretextos. Nos debemos, irrevocablemente, a lo que otorgamos y confiamos en nuestro hablar. Así que somos rehenes de la palabra.

Estos días de dolor, tras la pérdida de amigos y allegados que se fueron por culpa del último virus, he puesto mi consciencia y recuerdo en sus familias. Hubiera querido poseer otra sabiduría para ofrecerles mi consuelo en forma de abrazo sedativo. Pero no he sabido hacerlo. Ni con los mejores gestos, ni las palabras más apropiadas. Les recuerdo casi a diario y presumo imaginariamente los nuevos escenarios vivenciales a los que tendrán que enfrentarse. Porque ya no tienen consigo esas vidas añoradas. Y las suyas han cambiado. Me apropio la idea de que todo pasa porque Dios así lo quiere, aunque no entendamos. Asimilo que el paso del tiempo regenerará en ellos júbilos arrinconados. Asumo también que esta suerte de duelo irá prescribiendo lentamente hasta olvidar, ellos y yo, la condición de huérfanos que ahora ostentan. Claro que todo pasará. Porque, por suerte o desgracia, nuestro tiempo no es el tiempo de Dios. Pero qué difícil es ponerse aquí y ahora, en estas circunstancias complejas, en la piel del marido, padre, esposa y madre del que se marchó.

Por todo esto, y en justicia al consuelo fraterno del que he sido testigo, quisiera resaltar hoy la labor, escasamente enfatizada, del sacerdote ante el funeral. He observado con sumo miramiento y casi perplejo la bella y armónica conjunción de amor y fraternidad que el auténtico pastor pone en su corazón cuando trata de apaciguar el sufrimiento de su oveja doliente. Sacerdotes que también padecen y lloran como Jesús la muerte de Lázaro. Y en honor de su fortaleza recalco hoy el coraje que Dios les brinda para pronunciar palabras que acarician el consuelo más sincero y honesto. Hombres que, al fin y al cabo, tienen que hacer uso de la palabra para consolar al herido sin que el rebaño se resienta; porque no todos los que acuden a un funeral se sienten parte de este rebaño. Sin embargo, ellos han sabido tocar el corazón de todos, como digo, en los momentos de mayor desconsuelo. Y lo han hecho, me consta, aferrados al reto de superar su propio dolor personal.

Así encaramos poco a poco nuestras horas extrañas de esta Cuaresma 2021. Vacilantes ante unas vacunas que salvarán vidas, nos dicen, pero firmes en la esperanza que nos aporta siempre la muerte en la Cruz. Estos días he visto pastores valientes que hacen de la Iglesia una casa de acogida. Una casa con mayúsculas en la que celebramos la muerte y, gracias a ellos, entendemos un poco más el sentido de la Resurrección. A ellos, gracias.

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