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Análisis

José Ángel Saiz Meneses

La eucaristía, fuente de la caridad

El profeta Isaías, en un periodo convulso de la historia de Israel, cuando el pueblo se encontraba alejado de los caminos del Señor, llama a la responsabilidad de no cerrar el corazón ante “nuestra propia carne” (cf. Is 58, 6-8), es decir, no ignorar las necesidades de los otros y compartir los propios recursos con los que sufren. Recuerda así que el verdadero sacrificio que agrada a Dios no consiste tanto en abstenerse de comida, sino, ante todo, en liberar a los oprimidos, compartir el pan con el hambriento y albergar al pobre sin techo (cf. Is 58,1-14). La adoración sincera al Señor va acompañada por la conversión interior, que se pone de manifiesto en las acciones de misericordia y amor.

Jesús en la Última Cena inaugura un sacramento que tendrá continuidad en el tiempo, por eso dice: “haced esto en memoria mía” (Lc 22, 19). De esta forma, el misterio que celebramos hoy, Jueves Santo, no es algo efímero, sino que se actualiza en cada celebración de la Eucaristía, en la que se hace presente su Pasión, Muerte y Resurrección, acontecidas en el drama de la historia, con su dimensión de eternidad. Cuando Jesucristo pronunció las palabras sobre el pan y el vino, en su acción y en su palabra está presente Él mismo, entregándose por amor a la consumación de su destino redentor. La Eucaristía es, por ello, el sacramento central de la vida cristiana, en el que nos nutrimos con su Cuerpo y su Sangre, con los que el mismo Dios misericordioso nos sacia, respondiendo a nuestras necesidades y a nuestros anhelos más profundos. En medio del dolor, de la injusticia y la incertidumbre de nuestro mundo, la Eucaristía se muestra como una fuente de esperanza inagotable, ya que la presencia real de Cristo en ella es una prueba tangible del amor divino: el mismo amor que en la Cruz vence al pecado y a la muerte, y nos sostiene confortándonos en nuestro camino.

Por eso la Eucaristía lleva inscrito el modo como un cristiano se debe relacionar con Jesús: no situándose frente a Él, sino viviendo en Él, el autor de la Vida, que hace vivir incluso más allá de la muerte. Y es ésa la eternidad a la que somos llamados a vivir cuando nos nutrimos de su Cuerpo y de su Sangre, para dar frutos abundantes de caridad. Al considerar la institución de la Eucaristía, la actualización de la pasión y muerte de Jesucristo, recordamos que Él mismo asumió la pobreza desde su propio nacimiento y pasó su vida terrena sirviendo a los enfermos, a los pecadores y a los necesitados. Jesús nos enseñó con el testimonio de su vida a entregarnos y a cuidar a nuestros hermanos más vulnerables, reconociendo en ellos “nuestra propia carne” (cf. Is 58,7). El encuentro privilegiado con Jesucristo en la Eucaristía se convierte entonces en llamada a la caridad fraterna y a la compasión con los pobres, siguiendo el ejemplo de quien se ofreció a sí mismo en sacrificio por la salvación de todos.

Mientras celebramos la Eucaristía no podemos ignorar la realidad de tantas personas marcadas por una pobreza que no sólo se manifiesta en la falta de recursos materiales, sino también en la exclusión, la injusticia, el paro, la carencia de acceso a los bienes básicos de salud y educación y la falta de oportunidades. Se trata al mismo tiempo de una realidad dolorosa y de un problema moral y espiritual alarmante que nos desafía a cuestionar nuestras prioridades y nuestro compromiso con la justicia social, pues en el Mesías hecho hombre, Dios mismo se ha dado una imagen, que llega a su plenitud en la figura de quien sufre y vive el abandono. De esta manera, cada acto de caridad y compasión realizado con nuestros semejantes, se convierte en una acción amorosa hacia el mismo Dios, por la que nos convertimos en colaboradores de la justicia divina, que revoca el sufrimiento y restablece el derecho, poniendo luz en medio de la oscuridad.

En el siglo IV, san Juan Crisóstomo, obispo de Constantinopla, advertía a sus fieles: “¿Queréis honrar de verdad el Cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No le honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez. Porque el mismo que ha dicho ‘Esto es mi Cuerpo’ y con su palabra afirmó nuestra fe, Ése ha dicho también: ‘Me visteis enfermo y no me disteis de comer”. Este Jueves Santo, mientras celebramos la Cena del Señor y conmemoramos la institución de la Eucaristía, recordemos su significado profundo como fuente de caridad y de encuentro con los necesitados. Que nuestra comunión íntima con Cristo nos aleje de toda hipocresía y autoengaño, y nos inspire para servir a los más vulnerables con generosidad y compasión, mientras nos comprometemos con nuestras acciones en la lucha por un mundo donde todos puedan vivir con dignidad y esperanza, cumpliendo así el sacrificio que Dios quiere, su voluntad sobre la familia humana.

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