Sin Jonjabar
Alfonso Salido
El tonto listo
Caminan de dos en dos, almas gemelas, como en el evangelio, enviadas con autoridad sobre los espíritus inmundos y encargadas de predicar con el silencio. Las ves en cualquier época del año, con frío o calor, portando la estameña de su hábito, signo visible de consagración andante. Verlas pasar, soportando la canícula, produce grima. Ni un mal gesto, sólo una sonrisa recoleta bajo la toca ¡Adiós hermanas! Y contestan con recatada sonrisa o una leve inclinación. Ningún aspaviento, ellas continúan la llamada a su vocación, sin dilación alguna, sin chismorreo que retrase el tiempo de quienes de verdad las espera.
Diríase que son ariscas a cualquier reconocimiento, como si les molestara el halago. Hacen bien. Saben lo que quieren y a dónde van. Tal vez a una casa cualquiera, a alguna zanja del camino donde seguro se encuentran un cuerpo, y un alma, postrado y solo. Visitan la dejación del mundo. Son expertas en eso: acompañar enfermos, consolar afligidos y cambiar pañales de miseria y abandono. Ganan la gloria con el fracaso humano, vencen la tiniebla con las armas de la debilidad. No buscan éxito, ni siquiera afecto. Llegan, consuelan, sonríen, limpian culos y se van. Saben que nadie les dará un aplauso, a lo sumo una limosna o un tímido gracias, un Dios te lo pague, que resulta tan barato ¿Quién entiende eso? No buscan nada y lo dan todo.
Quizás las madres podrían aclararnos algo de este modo de ser que se da sin más. Pero las madres reciben la compensación afectiva, el abrazo de la criatura y el abierto deseo de un futuro prometedor; pero ¿qué reciben ellas? ¿ancianidad límite y fracaso? Las madres tocan las sonrosadas carnes de los bebes, carne de su propia carne, que se la comen a besos; ellas limpian los acartonados cuerpos de la debilidad y la repugnancia ¿Qué ven ahí? Y sin embargo van diligentes a la humanidad, dispuestas a encontrarse con ella, con esos trozos de carne indefensa, como si en ellos se hallase la gloria, como si tuvieran escondidas acciones de un sugestivo negocio.
En nuestra mentalidad utilitarista, alguien pensará que saben qué negocio es, seguro de que sus prisas llevan intenciones aviesas de alguna herencia escondida, de la que ni los propios hijos saben. Habrá quien piense que han recibido alguna notificación notarial advirtiéndoles de algún suculento usufructo. Si no ¿de qué? Es verdad que saben de un tesoro escondido, sin duda. Luego regresan al cenobio donde les espera el rezo de Laudes y las tareas propias de la casa que no pueden posponer; salvo el descanso en el catre de madera que sólo llega a la noche. Noche sí - noche no, van deshojando la margarita de su descanso. Así cada día, al servicio de quienes no tienen otra compañía que la suya.
Así son sus discursos, de palabra hecha carne, de kénosis permanente junto a los pañales de las dignidades vencidas. Como un rosario de alternancias sucesivas, cada noche van llevando consuelo a la indigencia de los enfermos, a las moradas perdidas de cualquier rincón de la ciudad, al grito sordo de quien no tiene otro amparo. Andando, con un esportillo de caridad, llevan su presencia a quien la solicita. Una delante y otra detrás, para no distraer el gesto oportuno que las delate, son misioneras de toda la comunidad, enviadas al camino que va de Jerusalén a Jericó.
Llevan la clausura de los ojos abiertos, la oración práctica del cuerpo inclinado al prójimo. No pasan de largo, paran, se arrodillan y curan. Samaritanas, herejes de la prisa, la indiferencia y el escepticismo; ortodoxas, sin embargo, del sagrario escondido que habita en todo hombre depreciado del mundo. Saben postrarse ante el verdadero sagrario que se encuentra por las cunetas de la historia. Las veo así, portadoras de Cristo, custodias vivas que no necesitan palabras. Las veo así, ostensorio de Dios, transitando las calles de Jerez, como quien nada quiere, como quien sabe bien lo que lleva dentro.
Van dejando tras de sí un aroma de perfume indefinido, una estela de respeto y admiración; también un clavo de conciencia social que, como pábilo vacilante, traspasa la oscura insensibilidad de cuantos nos cruzamos con ellas. Viven en la calle Sor Ángela de la Cruz, número 1. Es fácil dar con ellas, dan de comer al hambriento y de beber al sediento, visten al desnudo, salen y entran del convento en clausura continuada, llevan a Dios por esas calles de Dios, sin rechistar, al amparo de la Providencia. Sonríen, callan, y hasta se ruborizan si les haces una alabanza. Inducen a la atención, porque van llenas entre tanto vacío, porque callan entre tanta palabrería, porque trabajan y alivian sin que se les note apenas, porque rezan cuando todo el mundo calla.
Son ángeles sin alas, pero vuelan por entre el polvo de la tierra que no las mancha. Son mujeres del Esposo, y a él viven dedicadas, al castillo interior de sus cuitas, al ajuar de las almas que van bordando cada día con oraciones para todas las circunstancias: de alabanza siempre, de petición constante, de salmos y silencios, de dolores y alegrías. Que hacen de su vida una plegaria perpetua, como si tal cosa, sin darse importancia, como si la teología tuviera carne y hueso, como si la Trascendencia caminara escondida con ellas. Acaso sea así, que Dios vaya prendido en el grueso tejido de sus hábitos, como un niño que se esconde tras la falda de su madre.
Ayer saludé a ‘la madre’ por la calle Porvera y junto a ella una novicia, creo, con la toca blanca, un paso por detrás, como antes se hacía, con respeto a la maestra que la llevaba a…vete tú a saber dónde la llevaba… ¡Vayan ustedes con Dios, hermanas!
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