El parqué
Jornada de caídas
Desde los tiempos prehistóricos el hombre ha pagado aranceles. En cuevas y desiertos. Para cualquier tipo de trueque, transacción económica o cualquier paso de aduana. Claro, que quienes se beneficiaban siempre eran los mismos. Los jefes y listos de turno.
Ahora no iba a ser menos, aunque nos llame la atención el resurgir de la palabrota dado que todo el mundo se lleva las manos a la cabeza y empieza a temblar ante las posibles consecuencias que podríamos sufrir a corto plazo. Que la palabra tiene un matiz peyorativo es cierto. Pero que no por volver a escucharla debemos alarmarnos en mayor medida tampoco deja de serlo. Más en nuestra frontera de pueblos enfrentados milenariamente donde la propia separación por culpa del escudo, el señor feudal o la religión propiciaba tener que pagar diezmos para poder seguir viviendo en paz.
En pleno inicio de la campaña anual de la declaración de Hacienda, no nos podemos asustar, pero sí es significativo que la experiencia no nos haya servido. Es significativo que después de tantos siglos sigamos a la gresca alimentando monstruos con nombre y apellidos en base a la recuperación del modelo tribal y sea capaz de hacer temblar los cimientos de un sistema económico más que asentado y a la vez, según estamos viendo, tan débil como que cualquier personajillo lo tambalea. Pagábamos, pagamos y pagaremos. Nos llevamos toda nuestra vida pagando. Modelos de cartas de pago, los impuestos del IBI, los municipales, los autonómicos, los del IVA y todos los demás son los verdaderos protagonistas de nuestras vidas.
En realidad, estamos arancelados de manera perpetúa y encadenados a nuestro destino. Ser conscientes de ello o no es una opción. Lo peor son todos los impuestos que pagamos sin saberlo y que están ahí en el día a día. Lo mejor, que, por ahora, no nos ponen impuestos por respirar.
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