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Cada Viernes Santo los cristianos miramos a la cruz con perplejidad por el sufrimiento que padeció Jesús y con la interrogante sobre por qué murió como un malhechor o un subversivo, un hombre que pasó haciendo el bien.

La muerte de Jesús presenta dos problemas relacionados entre sí, pero distintos: por qué matan a Jesús, pregunta histórica por la causa de su muerte, y por qué muere Jesús, pregunta teológica por el sentido de su muerte. Ambas tienen una respuesta en el Nuevo Testamento. La primera se esclarece desde la misma historia de Jesús; a la segunda no se da, propiamente hablando, una respuesta sino que se remite al misterio de Dios.

Voy a centrarme en el por qué. Puede discutirse si Jesús fue un revolucionario, directamente en el orden religioso e indirectamente en el orden socio económico-político o simplemente un radicalizador de la mejor herencia de Israel. Lo que está fuera de discusión es que la predicación y la práctica de Jesús representaron una radical amenaza al poder religioso de su tiempo.

Desde los comienzos de la vida púbica de Jesús se narran escenas de amenazas y persecución. Los escribas, fariseos y sacerdotes no paraban de buscar causas para matarles. Para ello le someten continuamente a preguntas como su postura ante el divorcio, la cura en sábado, el pago del tributo al César, etc, con el fin como dice Lucas “de hacerle hablar de muchas cosas, buscando con insidias, cazar alguna palabra de su boca”. La persecución jalona toda su vida. Las causas aducidas para la persecución son variadas, históricas unas, teologizadas otras (sobre todo en el evangelio de Juan). Pero en el fondo, no son otras que las denuncias de Jesús contra el poder opresor, el poder religioso en directo, en cuyo nombre se justificaban otros. La persecución se ocasiona porque Jesús ataca a los opresores, quienes, además, justifican la opresión en nombre de Dios y dichos ataques motivaron a que el poder religioso no parase hasta que Jesús fuese detenido, juzgado y condenado a muerte, aunque la condena fue dictada por Pilatos a instancia del Sanedrín, que no tenía competencia para ello.

Jesús tuvo que tener conciencia de un posible desenlace final trágico. En su última cena Jesús interpreta su propia muerte como servicio, en continuación y culminación de su propia vida. Su muerte no es, pues, algo absurdo e inútil ni para él ni para los demás. En directo, Jesús ofrece a todos los hombres el sentido de una vida de servicio, y eso es lo que propone a sus discípulos.

Jesús va a su muerte con lucidez y con confianza, con fidelidad a Dios hasta el final y como expresión de servicio hacia los suyos. Parafraseando al profeta Miqueas 6, 8, pudiera decirse que Jesús ve con claridad hasta el final lo que Dios exige de todo ser humano: “hay que seguir practicando la justicia y amando con ternura”. Ve también con claridad que hay que seguir caminando con Dios en la historia “humildemente”.

Como conclusión histórica, parece, pues, muy verosímil la del teólogo francés Boismard: “Podemos razonablemente creer que los artífices de esta muerte fueron principalmente los miembros de la casta sacerdotal, irritados por ver que Jesús se erigía en reformador religioso de los usos cultuales vigentes en su tiempo”. Como conclusión sistemática parece razonable que Jesús fuese condenado por querer destruir el templo, pues no sólo criticó ciertas cosas de él, sino que ofreció una alternativa distinta y contraria, y ello suponía no hacer ya del templo el centro de una teocracia política social y económica de la vida de Israel. Jesús tambaleó los cimientos de los poderes religiosos.

Por qué matan a Jesús queda muy claro en los evangelios. Lo matan, como a tantos otros antes y después de él, por su tipo de vida, por lo que dijo y por lo que hizo. En esto no hay nada de misterioso en la muerte de Jesús, pues ocurre con frecuencia. Lo que está claro que el Jesús histórico no interpretó su muerte de manera salvífica. Ninguna de las predicciones contiene alusión alguna a su muerte como salvación o sacrificio expiatorio. No hay datos para pensar que Jesús otorgara un sentido trascendente a su propia muerte, como lo hizo después el Nuevo Testamento.

Jesús no nos salva por su muerte, nos salva por su vida. Su estilo, sus palabras y sus hechos dan sentido a nuestra existencia como cristiano. “He venido a dar vida y vida en abundancia” dice Jesús en el evangelio de Juan. Una vida que se concreta en dos significativos pasajes del evangelio, las bienaventuranzas: felices los pobres, felices los mansos, felices los que lloran, felices los que tienen hambre y sed de justicia, felices los misericordiosos, felices los limpios de corazón, felices los que buscan la paz, felices los perseguidos; y en el juicio final del capítulo 25 de Mateo: tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui emigrante y me acogisteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, preso y me acompañasteis. Esta es la herencia salvífica de Jesús.

El poder religioso, como ya se ha dicho, fue el causante de la muerte de Jesús. Pregunto inocentemente que ocurriría si Jesús volviese de nuevo a la tierra y tuviera el mismo comportamiento que hace veinte siglos. Seguro que sería un incordio para algunos sectores de la Iglesia y haría tambalear, como hizo entonces, los pilares de estructuras fundamentadas en el poder y en el buen vivir. Recomiendo la lectura del capítulo “El gran inquisidor” de Los Hermanos Karamazov de Dostoyevshi. Viene muy a cuento de todo lo anterior. Puede pensar alguno que estoy diciendo un disparate, pero no es así; y voy a poner un ejemplo. Tenemos a un Papa, Francisco, que aunque en ocasiones se puede discrepar de él en algunos asuntos, no cabe la menor duda que su vida y sus palabras están inspiradas en el evangelio. Resulta que hay algunas corrientes en el seno de la iglesia que no sólo están disconforme, sino que incluso le desean la muerte. No hay mas comentario que añadir.

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