Toda mi vida, de una manera u otra, la he dedicado a la palabra. Ha sido y es importante, supongo que como para tantos otros, para comprender la realidad de lo que hay, lo que se ve y lo que no. La esencia de mi vida ha estado ligada a la palabra, al pensamiento y a la trasmisión de este. En todo lo que he hecho, nada hay que haya podido prescindir de ella; incluso en mis silencios. Porque los silencios requieren del pensamiento interior, que se construye con las mismas palabras que se expresan. Lo que se dice y lo que se calla, son palabras, son ideas y construcciones. El cómo se diga será otra cuestión; pero decir es palabra, y la palabra es lo que somos tanto como lo que expresamos o cómo lo hagamos.

Somos palabra, verbo andante, existente, silente o dialogante. Con ella nos situamos en el mundo y ante las personas; da igual el idioma, importa su ser mismo, que nos sitúa en el espacio del espíritu de la comunicación o en la geografía del espacio. Como dice el prólogo de evangelio de Juan: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Más allá de la expresión religiosa, es una realidad incontrovertible; más allá de su metafísica, es física palpable e imprescindible; signo simbólico capaz de llevarnos a esa otra realidad que superó al aullido arqueológico del primate.

Aún reconociendo en el aullido la primera aproximación al significado, la palabra constituye para nosotros el instrumento más evolucionado de entre todos los vectores de comunicación y definición del hombre mismo. Por ella nos conexionamos, con ella entendemos, desde ella cavilamos y es en ella donde existimos, más allá del mendrugo primario, más allá del gruñido animal y rastrero. Por la palabra ascendemos a las ideas, y en ella construimos cultura, pensamiento y civilización.

Desdichadamente, todavía coexistimos con el grito y el aspaviento, aún quedan restos del australopithecus robustus incapaz de asimilar la palabra humanizadora. Subsisten, incluso, bramidos prehistóricos, rugidos ágrafos y gritos onomatopéyicos, que hacen peligrar el avance civilizatorio de la humanidad y la palabra.

Aquello que con la palabra hizo girar el mundo, transfigurar la esencia del hombre y dar aliento con el lenguaje, se está yendo por el desagüe del progreso regresivo. La palabra creadora del mundo, que el hombre mítico puso en boca de Dios, se está desvirtuando en el jeroglífico telemático, en la incomunicación verbal de los nuevos planes de estudio y en el distanciamiento carnal de los individuos.

La palabra, puente de pensamientos y emociones, se está convirtiendo en ‘emoticones’; los sentidos en representaciones de orejas, narices, labios y grafitis mudos; los juicios en sonidos ininteligibles; las pasiones en corazones repetidos y palpitantes, que lo mismo sirven para expresar amor que para trasmitir un infarto. Así con todo. El puente interno entre signo y significado se agrieta cada vez más; la capacidad de unir las dos orillas, que constituyen al ser pensante con su pensamiento, se diluye en la bruma de un progreso impersonal donde la asombrosa técnica pedagógica destierra el espíritu de la humanidad trascendente.

¿Pueden los signos trasmitir el espíritu de las palabras? ¿Pueden trasportar el aroma de la realidad? El perfume de una palabra, la fragancia de su sentido desaparece en el espacio de la manipulación tecnológica y en el empobrecimiento del vocabulario actual con los nuevos planes educativos. De tal modo que, a menor vocabulario en nuestro haber, mayor probabilidad de ser manipulados por quienes dominen el lenguaje y la palabra. ¡Qué importante es la palabra! Quien la tenga disfrutará del dominio.

¿No querrán los poderes fácticos desasistirnos de la palabra para mantenerse en la posesión del mando? ¿Os dais cuenta de hasta qué punto la palabra es importante para todos? En ella residen la dignidad, el poder y la fuerza creativa de la comunicación. Quien la tenga sostendrá la humanidad; o quizá la capacidad para deshumanizarla. Una ambivalencia que conocen muy bien quienes ostentan el poder. Ningún arma más poderosa que ella: sirve para pensar, y si nos despojaran de ella, si nos la extirparan, habrían ejecutado una lobectomía cerebral.

Sin las palabras habría que decirles adiós a los sentimientos, despedirnos de las emociones y claudicar a los pensamientos genuinos capaces de hacernos libres y verdaderamente humanos ¡Qué drama no poder expresar la sed de ser libres o el hambre de justicia ante los atropellos venideros! Hasta ese punto. La palabra, capaz de crear y transformar la realidad, como lo hiciera el Dios primigenio y creador, quedaría a merced de cualquier ídolo de barro y en manos de los indeseables que conculcan la dignidad en la arbitraria proyección educativa.

Si perdemos las palabras, habremos entrado en la verdad silenciada, en el atropello del hombre y en el silencio vacío de significado. Los poderes fácticos saben que el tesoro de la civilización está contenido en la palabra. Poseerla significa dominar el futuro tanto como el presente. Pero desactivarla conllevaría la pérdida irremediable del pensamiento, la conciencia y la decisión plausible de desautorizar a cualquier tirano que nos la quisiera robar. Parafraseando a Celaya: ‘la poesía (la palabra) es un arma cargada de futuro… son gritos en el cielo, y en la tierra, son actos’. Negro sobre blanco, la palabra no se la lleva el viento. Doy mi palabra. Salvo que unos drones bombarderos, teledirigidos desde la filantrópica Irán, hienden el espacio aéreo de la diplomacia en la Moncloa.

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