Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Sigue habiendo una salida de Egipto al desierto, así como un rugir del tiempo queriendo de nuevo hostigar al Pueblo de Dios. Pero ha brotado un agua bautismal donde se hunden los faraones de la insidia y el pecado, un sacrificio del cordero renovado en cuya sangre se ahogan los pérfidos perseguidores. Una señal en la jamba de tu conciencia, como un sacramento, bastará para que el ángel de Dios te salve y se asfixie la maldad de quienes en la noche reprimen el paso a la libertad; porque estamos en la cultura agonizante, en el desierto de la nueva revelación. Ha llegado el cordero de la cena apresurada, el de la inminente salida de la esclavitud, aquel con quien soñó Moisés tartamudeando palabras de suculento maná. Ya está ardiendo sobre la mesa del sacrificio donde el comensal se hace comida y bebida, donde la eternidad comienza en el ágape de la noche jubilosa.

Si estás en Egipto, te han librado de la esclavitud; si te posee el demonio, sábete libre de él; si tu desierto es interminable, siéntate en el regazo de la tierra prometida, en el suelo natal de la heredad de tu casa, asómate al camino de la esperanza inconmensurable. Comienza el viaje de la nueva alianza dejándote poseer por el tiempo que marca tu corazón, por el camino que lleva a la comida del encuentro, allá donde Jesús convoca, donde la amistad se torna verdadera y amable. Cuatro copas se van a escanciar, hierbas amargas sobre la mesa y salsa oscura de recuerdos imborrables, de barro y látigo, agua salada para beber el recuerdo, como lágrimas de lejana esclavitud. Luego el Cordero aromático, con sabor a hombre, y la historia reescrita en la mesa de Yahvé.

Preside el Cristo, alza la copa mientras señala con rostro sombrío la razón de su final. Principio y fin, en el cenáculo de la glorificación. Silencio y verdad unidos en torno al banquete. Hombre glorioso en vasija de barro mientras su mano moja el pan para entregarlo a la traición. Seguimos ahí, administrados por manos débiles de hombres, ahí, en el reino de las incongruencias, con las llaves del amor repartiendo su pan en medio de la vergüenza, donde los últimos se hermanan con los primeros, los pecadores con los santos, digiriendo la materia que algún día transformará nuestro barro en el suyo, hasta la Transfiguración.

Entre tanto, se arrodilló el Cordero, se hizo servidor de los doce, y lavó sus miserias polvorientas, la mugre servil, la desdicha del camino, la sucia y maloliente historia de nuestros pasos. Dios lavando los pies con las salobres lágrimas de un esclavo, de rodillas ante Judas, hecho trapo, secando con amor de madre las impurezas de sus hijos. El Eterno sigue de rodillas, lamiendo la herida del mundo actual, lavando los precipicios de nuestra conciencia, queriendo rescatar a los Judas que sobreviven todavía en los jueves santos de la infidelidad. Y así se va entregando mientras trascurre la cena, charlando con los suyos, acariciando la cabeza del mozalbete, sonriendo a los vanos comentarios de los inconscientes.

Va trascurriendo la pascua, paso a paso, como si nada hubiera de ocurrir luego. Una copa, otra, otra más. Jesús es un ser a punto de salir de sí mismo. Se va donando, va desapareciendo sin que nadie se dé cuenta. A ratos deja de ser hombre y se oculta en el pan, luego en el vino, va y viene, de su boca a mi boca y a la tuya. Se trasparenta y se oculta, agua y barro, como un iridiscente rayo en medio de la noche. Está comiendo y se da a comer, bebe y brinda y se da a beber. Habla con la mirada en el cielo, como ido, más allá de las palabras, el que es Palabra. No lo entienden y calla; susurra mensajes incomprensibles, razones ocultas que se intuyen, que van más allá del entendimiento. Y vuelve a enmudecer para dejar su mirada volando entre el Padre mío y Padre nuestro, por quién sabe dónde; mientras los suyos degluten sin conocimiento el sabroso manjar de la última cena.

Tomad y Comed esto es mi cuerpo. Tomad y bebed esta es mi sangre, sangre de la nueva alianza. Hacedlo en memoria mía. Todos con los ojos desorbitaos, tratando de entender el misterio indescifrable de aquel nuevo alimento ¿Qué memoria es ésta? ¿Qué comida? ¿Qué bebida? Se mastica el silencio. Como si la nada tomara cuerpo en cada uno de los doce. Pero se ha trastornado el firmamento, se han desquiciado los planetas y el plenilunio comienza a dar señales veladas que se reflejan en un huerto.

Ha comenzado el viacrucis interno que nadie alcanza a ver. Son los efectos de la Transubstanciación: cuerpo, materia, esencia, substancia, accidente, pan sin pan, cuerpo sin cuerpo, sangre sin sangre, como si una nueva creación arrancara explosiva en el cálido sabor de la desnuda semilla de trigo que florece inabarcable, inaudible, con ese extraño modo en que Dios se da cuando quiere y como quiere. Tan sencillo que, su vestido, cubre toda la desnudez de los hombres ¡Qué Misterio! Entra por la boca y pone alas de pergamino a la pesada materia del cuerpo. Es la cena del sol, un trozo de eternidad entregada en la comida de su cuerpo, derramado por todos, para todos, en esa mesa donde ya tiemblan los espíritus, donde confluyen los hombres, como ríos sacramentales, como eucarísticos trigales de gloria.

Es la cena donde se aclara la última interrogación de la cruz, con esa sabiduría propia de quien confunde el saber de los sabios y alimenta el sentido inmarcesible de los sencillos. El Cenáculo de la pobre gente, la Última Cena de Jesús de Nazaret que hechiza con la luna de Nisán la noche de todos los tiempos.

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