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HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

Astronomía y terruño

Se había dicho que el nacionalismo se curaba viajando, pero se ha comprobado que no es así: hoy viaja todo el que se lo propone y, por lo que vemos, conocer gente y tierras distintas, aunque sea de paso, acrecienta el amor al terruño y pone de manifiesto lo superior que es la patria propia a las patrias ajenas. Se había dicho también que la verdadera patria del hombre es el lugar donde pasó su infancia y la infancia misma. Suelen coincidir, pero hay traslados de ciertos profesionales que dan las excepciones. No se puede vivir toda la vida en los pocos metros cuadrados de la infancia y menospreciar como peores los millones de kilómetros cuadrados de los continentes. Estaríamos en las cavernas o todavía en los árboles. Y en una suerte de caverna siguen los nacionalismos, asfixiados por un asma que constriñe la respiración de la libertad y hace que la sangre vivificadora no riegue bien el cerebro, sino las calles.

Si un planeta insignificante en el concierto de los cuerpos celestes, como la Tierra, y lo averiguado sobre el nacimiento de la especie humana es suficiente para mirar con desdén a los nacionalistas municipales (si bien hay municipios muy grandes que podrían dar cabida a varios nacionalismos), no digamos si vemos el cielo oscuro a través de un telescopio de medio pelo, o vemos un libro con buenas reproducciones de fotografías del Universo conocido, u hojeamos un atlas de las galaxias. Los nacionalistas con nostalgia del paleolítico son como malas sectas: no hablan más que con otros patriotas, no leen más que los libros del fundador y de los profetas de la secta y se alimentan a sí mismos para darse ánimos y convencerse de ser muchos y tener razón. Fuera de la patria no hay salvación. Hay, pues, que salvar primero a la patria de quienes la nieguen.

Los nacionalistas del metro cuadrado viajan a la fuerza cuando son perseguidos. Si por ellos fuera, no se moverían durante generaciones de su valle feliz. Erasmo criticaba de los españoles con posibles que no fueran a ninguna parte y que pensaran por ello que el paisaje que habían visto de niños y el pueblo donde se criaron, y aun la casa, era el mundo que merecía la pena conocer porque era el mejor. Ya se ha visto que lo de viajar no da resultado civilizador cuando el cerebro se ha anquilosado en un nacionalismo y se ha torcido la capacidad de análisis; pero para ver el firmamento y quedarse atónito no hay que ir muy lejos ni tener preparación especial, salvo la curiosidad y sensibilidad de cada uno. Hasta esto se pierde con los nacionalismos. Para comprender la nostalgia de la infancia y de las pérdidas de la vida, y para tener apego a los metros cuadrados propios, no hay que ser una lumbrera sino tener sentimientos humanos naturales. Para comprender a un nacionalista de mínimos hay que ser una eminencia u otro nacionalista. El primero, hará un análisis; el segundo, apretará el gatillo

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