Tribuna Libre

Clara Zamora Meca

Historiadora y profesora de Periodismo en la Universidad de Sevilla

Españoñilandia

Amparados por el himno de la dulzura, arrancamos un nuevo curso. El panorama con el que lo enfrentamos pone en tela de juicio el buen humor que nos caracteriza. La máxima de “derrotar los propios deseos antes que el orden del mundo” se ha invertido por un “no resistir a ninguna inclinación, pues el deseo de uno es soberano”. Terminamos el curso anterior en un caos intolerable, y despedimos las vacaciones con uno aún peor; en medio, todo el mundo se ha empachado de “sosez”.

El despotismo de la dulzura nos agobia con tolerancia. Unos pocos prodigios de inventiva igual ayudarían a salvar la situación, ahorrándonos volver a pasar por las urnas, manteniendo una comedida y oportuna distancia del cruel universo de los intereses particulares. Parece que la imaginación está congelada y petrificada, así que ésta no es una opción factible.

En el Estado de providencia, ésta ha engullido y desvalorizado la majestuosidad del Estado. Innumerables concesiones han destrozado este estigma. En el triunfo de la generación “me lo merezco”, gana, como está sucediendo, el que es más voraz, el que tiene menos problemas por ser vejado y el que lucha por su sueño imposible de ser mutilado. Es el rechazo de la deuda sobre una negación del deber.

Frente a esta situación risible en que se encuentra España, sólo hay una solución: la severa. La victimización no es más que una forma infantil de hacer un drama de algo. Ésta ha dado casos históricos de desgracia absoluta, como la imposibilidad de acuerdo entre el Estado hebreo y los palestinos hasta 1993, porque ambos se consideraban titulares de la expoliación máxima. Todo ello evidencia que no hay más que un medio de progresar, y éste es profundizar incansablemente en los grandes valores de la democracia, de la razón, de la educación, de la responsabilidad y de la prudencia.

A nuestro país le toca demostrar que su sistema, la democracia, con sus armas clásicas -el debate y la argumentación-, refuerza la capacidad del hombre de no doblegarse jamás ante un hecho consumado, de no sucumbir al fatalismo de negligencias particulares. El único peligro estriba en aportar soluciones antiguas a situaciones nuevas. No vale la desesperación ni tampoco la beatitud, pero sí demostrar firmeza en lo sagrado. Si los aspirantes a sujetos de la historia que pretenden gobernarnos no son capaces de aceptar todas estas normas para dirigir, está claro que no están a la altura. Es una violencia ciega que ya no es sostenible. Nosotros somos los maltratados y los que aguantamos sus cruzadas personales. El llanto de los réprobos, como diría Bruckner, es ya una auténtica cacofonía.

¿Cómo rehusar esta reversibilidad satánica? De forma tajante, saliendo de la condición de víctima, asumiendo las responsabilidades que la libertad implica, sometiéndose a imposiciones morales y jurídicas válidas para todos. Nos equivocamos esperando demasiado. A los aspirantes a gobernarnos apenas les queda un resquicio de ambición para persistir y no consumirse por inanición. He aquí la esencia del problema.

Les deseo a todos ustedes un fructífero y concienzudo inicio de curso, y no olviden aplicar la tesis sobre la tentación de la inocencia del francés antes citado.

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