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MADAME de Staël, antes del feminismo, fue de las mujeres más influyentes de su tiempo. Era hija de Necker, el banquero ginebrino ministro de Hacienda de Luis XVI, y casó con el barón Staël-Holstein, embajador de Suecia en París. Mujer extraordinaria, inteligente, culta y hermosa, reunió en su casa a todo el mundo que fue alguien desde el periodo inmediatamente anterior a la Revolución Francesa, hasta después de la caída definitiva de Napoleón. El emperador, cuando todavía no lo era, le dijo en una tertulia que no le gustaba que las mujeres hablaran de política y le contestó ella: "Bien; pero comprenderá que si a las mujeres también se les corta la cabeza, parece justo que se pregunten por qué." Quizá fuera la baronesa la que decía estar muy contenta de ser mujer, porque así no se tenía que casar con ninguna de ellas. Con la protección de la embajada ayudó a sus amigos durante el Terror y salvó a muchos de la guillotina. Talleyrand decía que era capaz de arrojar a sus amigos al mar para poder salvarlos.
El feminismo pierde su función social y su sentido verdadero en cuanto la legislación reconoce la igualdad de hombres y mujeres. A partir de ahí no cabe sino aceptar la desigualdad natural en talento, inteligencia y habilidades entre los seres humanos, con independencia del sexo de cada uno y sean cuales sean sus manías sexuales. Ser feminista hoy en España es ridículo, pero ser antifeminista es tan vulgar como ser machista, dicho casi con palabras prestadas. La inercia de las ideas y de los frentes políticos corrobora lo que aceptan muchos sociólogos: el hombre no quiere cambios, nunca los quiso, en ninguna época, pero cuando acaba adoptando alguno de mala gana y empujado por las circunstancias y, casi siempre, obligado por los inventos técnicos, quiere que sea para siempre, que no vengan más cambios cada poco tiempo.
Vean las madres de la plaza de Mayo, ya abuelas, pronto bisabuelas y después tatarabuelas. No quieren reconvertirse en nueva asociación para reclamar otras cosas, cuando los objetivos que les dieron origen se habrán cumplido o serán imposibles. Con el feminismo pasa algo parecido. No se trata de reclamar el voto o que la mujer tenga facultad para administrar los bienes propios, reclamaciones claras, sino de seguir con el feminismo moribundo entubado: hoy la Academia de la Historia de la Historia incluye más mujeres que hombres en su diccionario, mañana se disuelve un jurado por estar compuesto de más hombres que mujeres, pasado se prometen subsidios a las películas que se realicen, según un lenguaje más imbécil que arcano, 'desde la perspectiva de género', y al otro será otra reclamación forzada que nadie reclama. No es más que una imperdonable falta de fe en la especie humana: debemos imponer una igualdad injusta, parece pensar el feminismo, para ocultar el que la mujer sea más débil, más torpe y más tonta.
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