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La amistad, bien o mal entendida
Su propio afán
Este artículo no es de estricta actualidad, en principio, aunque ya veremos luego. La película Gattaca (Andrew Niccol, 1997) tiene 27 años. La vi anteayer. No he corrido mucho para verla. La intrahistoria es todavía peor. Hace nueve o diez años una amiga de cuyo criterio me fío, me la aconsejó. Viendo que se me pasaban los meses y se me pasaba verla, me la regaló. Fue hace una barbaridad, porque me compró un DVD, qué tiempos. Aun así, tampoco la vi.
Pero anteanoche sí, en una plataforma. Y de alguna manera no era llegar tarde ni a la cita del siglo pasado con su estreno ni a la generosa delicadeza de Paula Fernández de Bobadilla. Juan Ramón Jiménez lo dijo, dice y dirá: “Clásico, es decir, eterno, es decir, actual”, y la película tiene empaque de clásico y, por tanto, es estupenda para ahora. Pensé en Machado: “Hoy es siempre todavía”. Parte del encanto de la eternidad será disfrutar en la memoria de Dios de todas las maravillas de la Tierra y de nuestro tiempo que ahora nos vamos perdiendo con las prisas.
El caso es que la película es actual. No han pasado su denuncia y su reflexión sobre la manipulación genética, los peligros de la fecundación artificial y el uso de la información médica por parte del poder político, económico y tecnológico. ¡A ver si las alarmas climáticas cumplen 30 años en tan buena forma distópica como la película de Andrew Niccol…! Ya éste es un temazo, pero más clásico aún es su himno a la superación personal y su defensa del espíritu, capaz de sobreponerse a las limitaciones materiales, ya sea en la persecución de una vocación o en la entrega al amor, inesperado y superior.
Cinematográficamente, todo funciona. Hay un tono Hitchcock, con su falsa frialdad y su rubia auténtica, que otorga una solera extra a la película. En el guión todo encaja como un reloj: el simbolismo, su sutil reflexión sobre la fraternidad y los elegantes giros sorpresivos. Que a los niños concebidos por amor sin intervención médica ni selección de embriones (y, por tanto, imperfectos y marginados) se les llame “hijos de Dios”, estremece. Como yo (y usted) somos de esa hornada, ya podemos presumir de filiación divina.
No creo que nadie me afee mucho esta crítica cinematográfica anacrónica. No concibo que alguien haya visto esta película y no agradezca que se la recuerden. Y si usted no la ha visto, ya sabe, no corra, que es de cobardes, pero anímese, que nunca es tarde.
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