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HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano /

Islario

Mucha gente no entiende ciertas políticas de los nacionalismos del metro cuadrado. Por ejemplo, favorecer lenguas minúsculas que nada significan, fuera de su interés filológico, en el concierto de las naciones; o, más desconcertante todavía, entorpecer el avance de las comunicaciones y de los transportes para aislar un territorio de sus vecinos. No es extraño ni nuevo. Antes de la Revolución Francesa, cuando los dialectos vascuences eran la verdadera riqueza filológica del País Vasco y había valles donde solo se hablaba el dialecto propio (mucho antes de la invención del esperanto eusquera oficial de hoy), los párrocos predicaban en la lengua que conocían sus feligreses, pero enseñaban castellano para favorecer el desarrollo de zonas pobres y aisladas. Después de la pavorosa revolución dejaron de enseñar castellano para que no llegaran las ideas disolventes de Francia. Ahora esa política de aislamiento es la paradoja de un socialismo contrarrevolucionario inseguro, de una izquierda reaccionaria llena de dudas, pero es lo que pretenden los etarras allí donde gobiernan.

Las conciencias nacionales que se van formando durante la Edad Media no eran así. Adquirieron entidad y seguridad porque se basaban en realidades sociales y en la modernidad. Pero los nacionalismos sentimentales que aparecen por influencia romántica, más o menos forzados, en el siglo XIX, son inseguros, conservadores, temerosos de los descubrimientos y avances científicos de la modernidad, enemigos éstos de una bucólica Edad de Oro que solo existió en la imaginación de los nacionalistas. El aislamiento preservaría sus esencias, las viejas costumbres y leyes, una religiosidad acendrada, a ser posible de distinta fe que la de sus vecinos, y una lengua con pocos hablantes que impida la comunicación con ideas distintas a las de los nacionalistas. El proceso y las políticas son las mismas o muy parecidas en todas partes donde se ha podido montar un nacionalismo fantasma en dos los últimos siglos. El mapa de España no puede volver ya a ser un islario como antes de los romanos.

A España no le afectaría, salvo en el respeto de las naciones verdaderas y civilizadas, el que el País Vasco se convirtiera en una isla. Le afectaría a los territorios por donde el nacionalismo vasco se quiere expandir. España y Francia se verían obligadas a emplear la fuerza para impedírselo. Un peligro, de consecuencias imprevisibles, sería el contagio del poder de una moda nada moderna: la de hacer naciones de cada municipio de España y de sus pedanías. No es probable que nada de esto ocurra: quien prohíbe una lengua e impone otra lleva las de perder, lo mismo que los regímenes de minorías tiránicas. Son constantes históricas. El independentismo vasco es muy minoritario, lo es incluso con las alas que le ha dado el gobierno socialista de España por hermandad ideológica.

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