Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Anatomía de un bostezo
LAS políticas de Napoleón III llevaron a la proclamación del archiduque Maximiliano, hermano de Francisco José, como emperador de Méjico tal día como hoy hace 150 años. Le hicieron creer que lo esperaban con entusiasmo y la verdad fue que, una vez allí, recibió muchos apoyos, incluso de los republicanos y jefes del ejército, y de los liberales, no muy convencidos en principio de la conveniencia de la fundación de un imperio. Hubiera salido bien si los Estados Unidos, terminada la guerra de Secesión, no hacen todo lo posible para hacer un Méjico imposible sujeto a sus intereses, al que ya le había robado extensos territorios. El fusilamiento de Maximiliano tres años después lo hizo simpático en todo el mundo, hasta a los mejicanos. Hacer un mártir es torpeza.
Al matrimonio de Maximiliano y Carlota, hija del rey de Bélgica, hay que acercarse sin prejuicios, pues la maledicencia no ceja ante las personas encumbradas. Se dijo que Maximiliano era hijo de los amores adúlteros de su madre con el duque de Reichstadt, hijo de Napoleón y María Luisa. Queda por ver. La homosexualidad que se le atribuye es la misma que se le achaca a Guillermo III de Inglaterra, al zar Pedro el Grande, a Federico II de Prusia, al káiser Guillermo II, incluso a Alfonso VIII de Castilla, y otros príncipes soldados que le atraían las mujeres para acostarse con ellas, nada más, luego fueron incapaces de frecuentar compañías femeninas, por las que sintieron una especial aversión. La camaradería en un mundo masculino es de siempre y de hoy. Hay fundadas razones para pensar que Maximiliano desatendía a su mujer y que esta cayó en brazos del comandante belga Van Der Smissen. Todo junto es demasiado para ser verdad.
El triste destino de Maximiliano y Carlota no tendría recordatorio sin esta columna, especie de diario que acabará conformando una Crónica General. Una leyenda dice que el fusilamiento fue simulado y que Maximiliano vivió en un lugar secreto de Hispanoamérica muchos años. Napoleón III recibió a la emperatriz Carlota ya en las tinieblas de la locura y no se le ocurrió sino echarse a llorar. La emperatriz sobrevivió a su marido 60 años con la razón perdida, después de ver la caída de Napoleón III, y de otros imperios y reinos tras la guerra del 14, y extinguido el mundo de su juventud. Mantuvo hasta el fin un tierno recuerdo de Maximiliano, a quien le escribía a diario cartas de amor más allá de la muerte. "Amado mío, qué feos son ahora los hombres. Solo tú estas igual."
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