Jerez íntimo

Marco Antonio Velo

marcoantoniovelo@gmail.com

El Pali en el Club Nazaret

Si durante una improvisada tertulia de sobremesa la conversación -protagonizada por comensales de Jerez- aborda el noble arte del buen yantar -pongamos barbos en adobo- y asimismo el palo musical de las sevillanas, entonces la alusión tiene nombre propio: Francisco Palacios Ortega ‘el Pali’. Tan admirado en la tierra de la Faraona como en su natal cuna hispalense de silla de enea de la calle de la Aduana y de voz de lamento mojado -voz de arrayán- sobre un río de plata que refleja todas las manos alfareras del barro fundido del arte.

Es cuanto ha sucedido hace apenas cinco días en una celebérrima venta jerezana. Al socaire de un fenómeno de convergencia. El almuerzo hizo las veces de vasos comunicantes a propósito del asunto (profesional) que nos convocaba. La negociación duró cuanto Joaquín Sabina asegura que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. Manos estrechadas al punto y trato hecho. Pero el amenísimo decurso de la charla, tras los postres, y después del café sin Ponche Soto, derivó hacia otras lides: verbigracia el parnaso poético, el pellizco de las sevillanas a la antigua usanza y las bondades de la cocina de cuchareo. Es decir: todos los ingredientes humanos del renovador de las sevillanas apodado de chiquillo ‘el Palillo’, de puro flacucho que era, y posteriormente, andando la calenda -alta y sabrosa como una Giralda de dulce de leche- ‘el Pali’, para la posteridad de un cantaor capaz de erigirse en trovador -en cronista- oficial u oficioso de ese ensueño de ojos abiertos que dimos en llamar Sevilla.

El Pali, con su barriga de Alfred Hitchcock, supo alimentar todos los suspiros ajenos -suspiros con pentagramas de Turina- y mantener el suspense del quejido flamenco en el equilibrismo sin red de su garganta. La suya garganta, sí, que mismamente musicalizaba el repiqueteo de campanas de duelo a las faldas del Baratillo que miraba cara a cara -que es la primera- las letrillas en sepia de las fraguas sin azulejos y las saetas por martinetes.

El Pali supo ver más allá de lo puramente visible a través de sus aparatosas gafas de culo de botella que tan sólo evidenciaban la miopía del prójimo. Se pasó por el Arco del Postigo los convencionalismos dominantes en una sociedad -la propia andaluza de la década de los 60 y los 70- muy pertrechada de códigos a veces enlatados. Pali era libertad con alas de vencejos corraleros.

Pues bien: en las postrimerías de la velada (gastronómica) que nos ocupa, me cuentan -lo hace un veterano con causa- que en cierta ocasión -y al abrigo de las respectivas actuaciones en un espectáculo que no viene al caso-, coincidieron -años ha- precisamente aquí, en Jerez de la Frontera -en el Club Nazaret para más señas- varios grupos de sevillanas de relumbrón: Amigos de Gines, Ecos de las Marismas, Los Romeros de la Puebla, Cantores de Híspalis... Y, entre ellos, el Pali con el saque largo de su acostumbrado buen apetito. Se prepararon para la ocasión gigantescas ollas de berza jerezana. Como no podía ser menos. Nobleza obligaba. Ollas que eran como lavadoras de cocido en su justa temperatura.

Mientras todos los cantaores comían lo que comer debían, el Pali iba engullendo todo lo que sobraba, que era más de la mitad de cuanto cada cual había ingerido. Casi nada. Se puso como el Kiko. Atónitos y boquiabiertos de la capacidad de ingesta de Paco, los colegas -ya con las barrigas llenas a reventar de garbanzos- preguntaron cómo se encontraba. Y el Pali, con la sonrisa ladeada, respondió: “¿Yo? Perfectamente para comerme ahora lo que viene: esta bandeja entera de pringá”. Y allá que, en el Club Nazaret, el cantaor que también escogió el azul para el cielo de su inmortalidad, más ancho que pancho, se endosó entre pecho y espalda los buenos sopones de carne, tocino, chorizo, morcilla… Hasta rebañar la bandeja color plata. Bandeja que era como la superficie de un Guadalquivir de fulgor y nostalgia.

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