Río abajo

Todos aplaudieron felices de saber que les quedaba poco para volver a sus respectivas trincheras

Se encontraron en Estrasburgo, lugar del que partía un crucero por el Rhin. Dos hermanas catalanas; un padre y su hija madrileña; y un matrimonio también catalán. Con la excepción de la joven nacida en la capital del Estado, todos los demás pasaban de los sesenta y cinco años, pero ninguno de ellos estaba retirado, ni lo deseaba. La tardía llegada de sus equipajes, el retraso del vuelo y las confusas directrices de sus agencias de viaje, fueron las causantes de la pérdida del autobús que debía trasladarles desde Frankfurt a la ciudad sede del Parlamento europeo. El enfado por ello les unió y resueltos los problemas compartieron los siguientes días desayunos, comidas y cenas. Comenzaron hablando de Ayuso, Felipe V y el tráfico en Madrid y Barcelona. De ahí pasaron a sus respectivas historias. Una de las hermanas era viuda y no paraba de hablar de su desaparecido marido. La otra estaba aburridamente casada con un envejecido esposo que sólo vibraba viendo fútbol. El padre de la joven era un separado solitario que tan pronto lanzaba un discurso sobre la existencia de vida extraterrestre, como se hundía en el silencio más inexplicable. Su hija se entretenía contemplando los comentarios de aquel grupo y el matrimonio disfrutaba del viaje como niños en un parque de atracciones. Todos estaban de un modo u otro intentando dar sentido al hecho de haber pagado un dineral por dormir en un minúsculo camerino y caminar por mercadillos navideños encogidos por el frío, pese a que vivían en casas individuales enormes provistas de calefacción en ciudades en las que el sol existe. Y sin embargo allí estaban, separados únicamente por los caprichosos signos del tarot, navegando a ciegas por un río a punto de desbordarse, unidos en medio de la niebla y la noche.

En la última cena la joven les preguntó por la amnistía. Y lo que hasta entonces había sido una convivencia llena de confidencias personales en un ambiente amistoso, se convirtió en un silencio incómodo, tan frío como el que les esperaba en las calles de Maguncia. Ninguno se atrevió a posicionarse ni a favor, ni en contra. La joven dijo que a ella le parecía mal, pero nadie osó contestarle y decidieron centrarse en elogiar el menú, en especial postres y licores. Cuando el capitán anunció que estaban a punto de llegar al final del viaje, todos aplaudieron felices de saber que les quedaba poco para volver a sus respectivas trincheras, que era donde se sentían más seguros ante la amenaza que el paso del tiempo supone para aquellos a los que ya no les queda mucho.

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