En tránsito

Eduardo Jordá

Nuestro Settembrini

14 de noviembre 2009 - 01:00

QUIZÁ porque me molestaban algunas de las garrapatas que pululaban a su alrededor, no me interesé demasiado por la obra de Francisco Ayala. Fue un gran error. Este escritor granadino que murió hace quince días, a los 103 años, fue una de las mejores mentes del siglo pasado, un siglo que en España no estuvo muy sobrado de mentes de primera magnitud. Pero Ayala era justo lo contrario. Me hacía pensar en uno de los personajes de La montaña mágica, de Thomas Mann: el luminoso Settembrini, aquel liberal italiano que se pasaba la vida discutiendo con el siniestro Naphta en un sanatorio para tuberculosos de los Alpes. En algún momento de sus largas discusiones, Settembrini exclamaba: "¿Sabe usted cómo se dice humedad en latín? Pues se dice humor. ¡Humor!" Y el reseco, resentido, feo y dogmático Naphta -que creía en la dictadura del proletariado y que aprobaba los sufrimientos de los pobres que no habían sabido rebelarse contra sus amos- tenía que callarse frente al desenfado del húmedo italiano que creía en la luz del sol y en la libertad esencial del individuo.

Y así era Francisco Ayala, un hombre que creía en esos tres conceptos homólogos que son la claridad, el humor y la libertad del individuo. Dicen que jamás se privaba de su whisky de media tarde ni de pasarse media hora mirando por la ventana desde una mecedora. Dicen que era el único centenario del Universo capaz de recordar con precisión quién era Ritchie Valens ("Ah, aquel chicano de Los Angeles que cantaba La Bamba. Creo que murió en un accidente aéreo"). Dicen que era el usuario de más edad con una página propia en Facebook. Y dicen que no creía en Dios, pero sí creía en San Juan de Dios.

Ayala no creía en los totalitarismos, ya fuesen fascistas o comunistas. Era un liberal, pero no de ésos que han sustituido el alma humana por la cuenta de resultados, sino un liberal a la antigua, de los que sabían que no hay libertad sin cultura y sin humanismo (es decir, sin piedad y sin grandeza). Y en este país de nihilistas que no respetan nada porque no saben nada, daba gusto oír hablar a alguien que conocía la Historia y había reflexionado a menudo sobre ella. No olvidemos que Ayala tradujo a Carl Schmitt (nada menos), igual que tradujo a Thomas Mann y a Rainer Maria Rilke. Y aunque no llegó a traducir La montaña mágica, al menos tuvo el privilegio de ser el equivalente español de uno de sus protagonistas, aquel Ludovico Settembrini que en el duelo final a pistola con el tétrico Naphta se negó a disparar a su contrincante. Ayala tampoco quiso disparar contra nadie, ni siquiera durante la Guerra Civil. Que un hombre así llegara a vivir 103 años es una de esas inexplicables ocurrencias que a veces nos permiten creer que el mundo está bien hecho.

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